Mi suegra vino de visita, y después de que se fue, el perro empezó a gruñir y arañar el suelo: empecé a cavar donde ladraba y encontré algo espantoso.
Vivimos en el campo, mi marido y yo, tranquilos y en paz. Él trabaja en una granja, y yo me encargo de la huerta y la casa. Mi suegra vive en la ciudad con su hijo menor y, para ser sincera, nunca hemos tenido buena relación. Desde el primer día, me miró con desprecio y soltó comentarios venenosos. Pero aguanté. Por mi marido. Además, la distancia hacía que nos viéramos poco.
Hace poco, de la nada, anunció que quería “escapar del estrés de la ciudad” y vino a quedarse una semana. Dijo que nos echaba de menos. Yo olía a chamusquina, pero mi marido insistió.
Y, claro, nada más llegar, empezó a criticarlo todo. La sopa estaba sosa, las cortinas sin planchar, y según ella, criaba fatal a nuestra hija de cinco años. Armaba bronca por todo, hasta que consiguió que mi marido y yo discutiéramos. Esa noche me derrumbé y lloré. Solo quería que se fuera.
Cuando por fin se marchó, respiré aliviada. Pero al día siguiente, algo raro pasó.
Nuestro perro, Canelo un animal tranquilo y listo, se puso agresivo. Gruñía al aire en el jardín, daba vueltas como loco y escarbaba la tierra junto a los bancales. Ladraba sin parar y arañaba el suelo como si buscara algo. Intenté calmarlo, pero me miraba con esos ojos y seguía con su show.
Al otro día, igual. No pude más agarré una pala. El corazón me latía a mil: un perro no actúa así porque sí. Algo lo asustaba. Cavé donde ladraba.
Y de pronto, la tierra cedió. Me quedé helada. De entre la tierra asomaba una bolsa negra. Bien atada. Con las manos temblorosas, la saqué.
Dentro, un olor nauseabundo y objetos macabros: mechones de pelo, un vestido de niña (¡que no era de mi hija!), una muñeca sin cabeza y fotos de nosotros con los ojos arrancados.
Un escalofrío me recorrió. Era algo oscuro, quizá una maldición. ¿Quién haría algo así?
Solo había una respuesta: mi suegra. Solo ella había estado aquí, solo ella pudo cavar mientras yo estaba en la cocina o con la niña.
No sabía qué hacer. Llevé la bolsa a la iglesia. El cura dijo que era un “amarre para destruir familias”.
No suelo creer en estas cosas, pero lo del perro, las actitudes de mi suegra todo encajaba de un modo terrorífico.
Desde entonces, le prohibí venir. Se lo conté a mi marido. Al principio no me creyó, pero cuando vio las fotos y la bolsa, se quedó mudo un buen rato.
Ahora Canelo duerme junto a la puerta, como si nos vigilara.
No sé qué pretendía mi suegra, pero de una cosa estoy segura: jamás volverá a pisar esta casa.
¿Exagero? ¿O hay algo aún más turbio detrás de esto?