Javier, ¿seguro que no hemos olvidado el carbón? La última vez tuvimos que ir al ultramarinos del pueblo y solo quedaban unos troncos húmedos, María se gira hacia su marido, que conduce esquivando los baches de la carretera rural con destreza.
He cogido el carbón, María, y el encendedor, y la carne marinada que preparaste está en la nevera portátil, responde Javier con una fugaz sonrisa, sin apartar mucho la vista de la carretera. Tranquilízate. Vamos a desconectar. Dos semanas de vacaciones, silencio, pajaritos, y tu adorado césped. Has hablado del césped todo el invierno.
María se recuesta en el asiento y cierra los ojos, disfrutando del sonido de esa palabra: césped. Hace tres años, cuando compraron ese terreno descuidado a las afueras de Valladolid con su vieja casita ladeada, lo único que había era ortigas y montones de escombros. Fue ella, con sus propias manos, quien quitó cascotes, luchó contra las malas hierbas, y finalmente, con Javier, contrataron a una cuadrilla para nivelar el terreno y poner un césped en rollo de primera calidad.
Para María, aquel lugar era su refugio. Una alfombra esmeralda, lisa, sedosa, en la que le encantaba tumbarse con un libro, tomar café por la mañana o practicar yoga. No dejaba que nadie jugara allí a nada que pudiese estropear la hierba. Para ella, el césped simbolizaba que aquella casa era para disfrutar, no para matarse a trabajar como hacían las generaciones anteriores.
Espero que mi madre no se haya olvidado de regarlo mientras no hemos estado, reflexiona María en voz alta. Ha hecho una ola de calor de casi cuarenta grados esta semana.
No te rayes, le quita preocupación Javier. Mi madre es responsable. Le dimos la llave, prometió venir cada dos días a revisar la casa. Sabe cuánto cuidas tu césped.
Isabel Herrera, la suegra de María, es de otro tiempo. Vital, siempre con voz fuerte, piensa que la tierra está para dar cosecha. Cada metro debe dar tomates, zanahorias o al menos perejil. Durante los dos primeros años, María tuvo que pelear sus pequeños espacios de descanso. Isabel resoplaba, se quejaba del césped de pijos, pero parecía que había aceptado el acuerdo: ella tenía su pequeño invernadero al fondo del jardín y no se metía más.
La grava cruje bajo las ruedas cuando paran frente a la verja. María baja la primera para abrir el candado. El aire huele a pino calentado y a rosas silvestres. Inhala hondo, saboreando el momento de dejar los zapatos de ciudad y caminar descalza por la hierba fresca.
Empuja la verja… y se queda clavada en el sitio. El bolso se le resbala y cae al polvo.
¿María, te has quedado dormida? Tenemos que entrar, llama Javier desde el coche y, tras no obtener respuesta, apaga el motor y sale. ¿María?
Se acerca a ella y sigue la dirección de su mirada, quedando también boquiabierto.
Ya no hay césped.
Donde antes brillaba la alfombra verde, ahora hay un campo arado, con surcos desiguales y montones de tierra mezclados con lo que queda de los tepes, desde la entrada hasta el cenador. Entre los surcos asoman unos brotes enclenques, verdes pero raquíticos, burlándose de la lógica.
En medio de aquel despropósito, vestida con una bata y pamela, está Isabel. Se apoya en la azada, secándose el sudor como una medallista olímpica.
¡Ay, hijos, ya habéis llegado! grita de puro contenta. ¡Os tenía una sorpresita preparada, y menos mal que he acabado a tiempo!
María siente cómo se le seca el rostro y le retumba un pitido en los oídos. Pasa la verja lentamente y se detiene al borde de donde estuvo su césped. A sus pies hay jirones de hierba, raíces y malla especial cortadas a palazos.
¿Qué es esto? su voz suena helada. Javier se encoge junto a ella.
¿Cómo que qué? ¡Unos buenos bancales! Isabel clava la azada y se explaya. ¡Todo ese espacio desaprovechado! Y con el mejor sol del jardín. Aquí he puesto cebollas, ahí zanahorias y allí, al lado del cenador, calabacines. ¡Imaginaos! ¡Calabacines para freír y para hacer pisto, todo vuestro, ecológico!
Madre… gime Javier, acercándose. Pero si era césped de rollo. Nos costó casi dos mil euros hace tres años. Más abono, siegas…
¡Tonterías! le corta Isabel. ¿Dos mil euros por mala hierba? Os timaron por pueblerinos. Hierba crece sola. ¡La tierra es para sacar cosecha! ¿No habéis visto cómo está la fruta y la verdura en el mercado? A precio de oro. Aquí tendréis comida buena, natural, sin venenos. He estado tres días en ello mientras vosotros andabais de vacaciones, ¡sin descansar mi espalda!
María planta los ojos en el destrozo. No es solo una cuestión estética. Es una invasión, una falta total de respeto a su trabajo y sus deseos.
Isabel, dice María mirándola directo. Le pedimos que solo regara las flores. Nadie le pidió plantar cebollas. Esta casa y el terreno son nuestros.
¿Y qué? Isabel hincha el pecho, tono entre defensivo y agresivo. Soy la madre. Yo sé lo que os hace falta. Cuando venga una crisis, ya me daréis las gracias. ¿Y ese césped? ¡Demasiado lujo! Me daba vergüenza ante los vecinos. Juana la del chalet de al lado se reía: Tu nuera ni el perejil sabe plantar.
Me da igual Juana, dice María con firmeza. Ni quiero tus calabacines. Javier, saca las cosas.
María, espera… Javier intenta detenerla, pero ella se aparta. Se vuelve a Isabel. Mamá, te pasaste. Habíamos acordado: el invernadero para ti, el resto nosotras para relajarnos. ¿Por qué has roto el pacto?
¿Qué he roto? Isabel eleva la voz, roja como un tomate. ¡Me he partido la salud! Tengo la tensión por la nubes y aún así he estado aquí para daros vitaminas. Y ahora ¿me agradecéis así? ¡Sois unos egoístas!
Se deja caer en el banco del porche, llevándose la mano al pecho con dramatismo.
María entra en la casa sin mirarla, con las tripas encogidas. Bebe un vaso de agua fría. Se muerde los labios para no gritar ni llorar; sabe que una rabieta es justo lo que su suegra ansía, amante de los melodramas en los que puede ser la víctima.
Pocos minutos después entra Javier, cabizbajo y arrepentido.
María… Lo ha hecho pensando en ayudar, está anticuada. Para ellos la tierra baldía es pecado.
Javier, no es un tema de educación. Es de respeto. Nos considera de su propiedad, nuestras cosas suyas. Le da igual lo que queremos con tal de imponer lo suyo. Solo buscaba decir quién manda aquí.
Hablaré con ella de nuevo…
Hace tres años que hablamos, le corta María. Siempre dice que entiende, pero en cuanto nos despistamos, arremete. ¿Sabes cuánto cuesta arreglar el césped? Hay que quitar la tierra removida, nivelar, volver a comprar tepes. Otra vez un dineral y otro mes de obras.
Javier suspira y se hunde en la silla.
¿Qué propones? ¿Echarla?
No. Que arregle lo que ha destrozado.
¿Estás loca? Tiene sesenta y cinco. No va a poder poner tepes.
No le pido eso. Pero sí que quite ella sus bancales, arranque todo lo que ha plantado, nivele la tierra. Y el nuevo césped lo paga ella.
Pero mamá solo tiene la pensión…
Tiene ahorros, le recuerda María. Dijo que guardaba para ayudar a los nietos y el futuro. Pues que repare su ayuda.
Es cruel, María.
¿Cruel? Cruel es llegar a tu casa y verla destrozada. Le diré que si no lo hace, cambio la cerradura hoy y no vuelve a pisar este terreno.
María sale al porche. Isabel ya no se agarra el pecho: cotillea activamente con Juana, la vecina, señalando el jardín con gestos amplios. Al ver a María, adopta de nuevo aire dramático.
Necesito hablar con usted, Isabel, María baja los escalones.
¿Qué quieres ahora? rezonga Isabel. Tráeme agua, que me ahogo del disgusto.
El agua después. Escuche: tiene hasta el domingo por la tarde para quitar todo lo que ha plantado. Arranque hasta la última cebolla y nivele la tierra.
Isabel la mira como si escuchara a una extraterrestre.
¿Estás loca? ¡Lo he plantado yo y no lo pienso arrancar! ¡Eso es pecado, es vida lo que hay ahí! No voy a hacerlo.
Esta casa y parcela están a nombre de Javier y mío, a partes iguales. Yo no he autorizado trabajos agrícolas. Si el domingo no está todo nivelado, llamaré a una empresa, lo pasarán con máquina y le pasaré la factura. Después no vuelva aquí. Déme la llave ahora mismo.
¡Javier! grita Isabel buscando a su hijo en la puerta. ¿Oyes lo que me dice? ¡Tu mujer me quiere echar! ¡Dile algo!
Javier sale al porche, blanco y serio, consciente de que si no apoya a María, su matrimonio está en la cuerda floja.
Mamá, tiene razón dice seco. No debiste hacerlo. Queríamos césped. Lo has destruido.
¡Tú también me traicionas! ¡Ya te ha dominado esta pija! Y yo que solo quiero ayudar…
Basta, mamá, la corta Javier tajante. Deja de escudarte en la excusa de cuidar. Lo hiciste porque quisiste. Ahora lo deshaces o nos distanciamos de verdad.
Isabel, sin esperarlo de su hijo, se ahoga con la rabia.
¡Quedaos con vuestro césped! ¡No vuelvo! Me voy.
Se lleva su bolso, se dirige a la verja.
Las llaves, Isabel, le recuerda María.
La suegra hurga en el bolsillo de la bata y las tira en el polvo.
¡Toma! ¡A ver si solo te sale cardos!
Atravesó la verja y se fue. Un taxi arranca a los minutos: lo tenía previsto después de tanto drama, o ha decidido pillar el primer bus en la parada cercana.
María recoge las llaves y mira a Javier.
Volverá asegura. Deja aquí sus cajones de plantones y su abrigo. No se rinde fácilmente.
Javier se acerca al terreno arado y da una patada al terrón.
¿Y ahora? ¿Limpiamos nosotros?
No, responde María. Ha dicho que se va, pero estará donde Juana la vecina, quejarse un buen rato. Espera.
Y de hecho, la voz de Isabel resuena ya al otro lado de la valla, contando su versión de la nuera malvada.
María coge el móvil.
¿A quién llamas?, pregunta Javier.
Voy a pedir presupuesto para replantar el césped: limpieza, retirada de tierra y colocación de tepes.
El resto de la tarde cenan en silencio. Ni el té les sabe bien. El negro campo arado les pesa en los ánimos.
A la mañana siguiente, el chirrido de la verja. Desde la cocina, preparando el desayuno, María ve aparecer a Isabel, menos enérgica, más resignada, caminando directo a su invernadero.
Buenos días, Isabel. ¿Viene a por sus cosas?
La suegra se detiene, evita su mirada.
He pensado… pena arrancar la cebolla, es una variedad holandesa y costó tropecientos euros…
Pena, sí, asiente María. El césped también costó dinero. Ya tengo presupuesto: ocho mil euros para dejarlo como estaba.
Isabel abre los ojos: ¿Ocho mil? ¡Eso es un disparate!
Es lo que piden. O lo arregla usted y solo pagamos semillas, que es más barato. Su trabajo, o su cartera.
¡No tengo tanto dinero! chilla Isabel.
Entonces, saque la azada, el rastrillo y limpie. Javier le ayuda, pero el trabajo es suyo. Aquí la única lección es que no puede venir aquí e imponer sus reglas.
Sale Javier.
Mamá, María tiene razón. No vamos a pagar tu experimento. Te ayudo con los cubos a sacar tierra, pero tienes que dejarlo listo. Luego te llevas la cebolla, la plantas en casa, en el balcón, donde prefieras. Queremos el terreno nivelado.
Isabel busca una grieta en la pared de pareja, pero solo encuentra firmeza. Aspira con resignación.
Vale, murmura. Dadme sacos. Qué familia…
Los dos siguientes días se viven en surrealismo: Isabel, encorvada y quejumbrosa, desentierra sus propias hortalizas y las mete en cajas, mascullando. María supervisa desde una hamaca, fingiendo leer mientras lo observa todo. Javier le pasa agua y ayuda a mover tierra, pero no más, porque María le ha dejado claro:
Si le haces el trabajo, no aprende nada y volverá a lo mismo. Debe vivir las consecuencias de sus actos.
El domingo por la tarde, el jardín es un tapiz negro, sin bancales ni montones, más o menos nivelado.
Isabel descansa en el porche, cubierta de barro, agotada, las manos negras. La altanería, agotada.
Ya está, susurra. ¿Contentos?
María revisa. No es perfecto, pero con arena y semillas lo arreglarán más fácil y barato que con tepes.
Gracias, Isabel, le reconoce María. Ha sido duro, lo valoro.
Su suegra alza los ojos cansados.
Eres dura, María. Pensé que Javier sería feliz contigo, pero te ha salido firme.
No es dureza, Isabel. Es respeto. Si hubiese pedido un rincón para plantar hortalizas donde no pase nadie, ahí estaría. Pero no se destruye lo que otros quieren solo por imponer lo tuyo.
Silencio. Isabel se sacude la bata.
¿Me lleva Javier las cebollas a casa?
Por supuesto, dice María.
¿Y las llaves…?
María y Javier cruzan una mirada.
De momento, las tiene Javier, mamá. Nosotros regaremos. Si quieres venir, nos avisas.
Isabel aprieta los labios. Sabe que ya nada volverá a ser igual.
Un mes después, el césped brota otra vez. María y Javier han sembrado mezcla de semillas deportiva y ya asoman briznas verdes tapando los huecos.
Isabel solo vuelve en agosto, al cumpleaños de Javier. Llega discreta, con empanadas (de sus odiadas cebollas) y mira el césped.
Pues verde está. Más limpio. Lo mismo así es mejor, que se mete menos tierra en casa.
María sonríe y le llena la taza de té.
Por supuesto, Isabel. Cada cosa en su sitio: los tomates en el huerto y el descanso, aquí.
La guerra acabó. A pesar de las huellas en la tierra, la relación es, curiosamente, más honesta. Los límites marcados con azada y dignidad resultan más firmes que las sonrisas por compromiso.







