Elena mira por la ventana de la cocina, taza fría entre las manos, mientras los niños corretean en la plaza. Ayer firmó el último papel del divorcio, pero extrañamente hoy se siente más ligera que en años. Es curioso, cuando debería ser al revés.
—Mami, ¿dónde está papá? —pregunta Lucía, de diez años, entrando con el uniforme escolar.
—Papá vive en otro piso, cariño, ya lo hablamos —responde suavemente, acariciándole el pelo—. Mañana te recoge para el fin de semana.
—¿Por qué no os reconciliáis? Claudia Martín dice que sus padres peleaban, pero compraron un coche nuevo y ya no discuten.
Elena sonríe con tristeza. Si fuese así de sencillo. Si solo fuesen riñas.
—Desayuna o llegarás tarde al cole.
Lucía obedece, pero remueve el ColaCao pensativa.
—Mami, ¿no estás triste?
—Un poquito. Pero escucha: A veces la gente se separa no por dejar de quererse, sino porque juntos se dañan. Separados pueden ser mejores.
La niña asiente, aunque Elena sabe que a diez años no se entiende del todo. Ella tampoco lo comprendió inmediatamente.
Todo empezó hace mucho. Cuando Javier volvía cada vez más tarde, y ella encontraba tickets del Lhardy en sus chaquetas, sitio donde nunca habían ido. Él decía que eran reuniones. Trabajaba como arquitecto técnico, podía ser.
—¿Volverás tarde otra vez? —preguntaba ella mientras él desayunaba a toda prisa, pegado al móvil.
—Sí. Entrega del proyecto, mucho jaleo. No me esperes.
—¿Podríamos ir el finde a la sierra? A Lucía le encantaría ver el chalet de tu madre.
—Trabajo también. Lo siento, Lenita, pero es temporal. Descansaremos luego.
El “luego” nunca llegaba. Elena cenaba sola, acostaba a Lucía sola, veía la tele sola. A veces se sentía viuda, no casada.
Las amigas compadecían.
—Los hombres hoy son así —decía Ana en el Café Gijón—. Sólo piensan en la faena. Pero trae euros.
—Dinero sí —asentía Elena—, ¿pero de qué sirve? Vivimos como compañeros de piso.
—¿Has pensado que podría tener a alguien? —preguntó cautelosa Beatriz.
—Lo pensé. Pero… ¿cómo comprobarlo? No quiero fisgonear en sus cosas. Además, ¿de dónde sacaría tiempo para un lío con tanto trabajo?
Beatriz guardó silencio elocuente.
En casa, Elena seguía aguardando. Esperando que Javier regresase, que volviesen a hablar como antes, que él volviese a interesarse por su día, las notas de Lucía, sus planes. Pero él vivía en otro mundo.
—¿Qué tal el trabajo? —indagaba Elena cuando por fin llegaba.
—Tirando —respondía sin alzar la vista del móvil.
—Hoy fue la función del cole. Lucía recitó una poesía preciosa.
—Ajá.
—Javier, ¿me escuchas?
—Claro, claro. Qué lista es la peque.
Pero su rostro delataba que solo atendía a la pantalla.
Poco a poco, Elena dejó de contarle cosas. ¿Para qué, si no escuchaba? Cambió a jornada completa, se apuntó a clases de fotografía digital, quedaba con las amigas. La vida se rehacía lentamente, pero le faltaba algo fundamental.
—Mami, ¿por qué papá no va a patinar conmigo? —preguntó Lucía un día.
—Tiene mucho trabajo, cielo.
—Antes sí iba.
—Antes trabajaba menos.
—¿Cuándo volverá a tener tiempo?
Elena no supo qué contestar. ¿Cuándo? ¿Jamás?
Esa noche decidió hablarlo. Esperó a que Lucía durmiera, preparó la cena. Javier llegó pasadas las diez y media.
—Cena conmigo —dijo—. Hay que hablar.
—¿Sobre? —Se dejó caer en la silla con el móvil aún en mano.
—Guarda el teléfono. Por favor.
Lo dejó a regañadientes boca abajo.
—Javier, ¿qué nos pasa? Sobrevivimos, no vivimos. Entras, comes, duermes y te vas. Ni hablamos, ni salimos, ni estás con Lucía.
—Lenita, estoy trabajando. Mantengo a la familia.
—¡Pero no hay familia! Lucía y yo estamos, tú estás, pero no hay unidad. Somos tres extraños compartiendo piso.
—No exageres. Es una mala racha. Aguanta un poco.
—Llevo aguantando tres años. ¿Cuánto más?
Javier suspiró irritado.
—Elena, estoy agotado. ¿Lo hablamos otro día?
—¿Cuándo? Mañana llegas tarde, pasado también. ¿Cuándo hablamos?
—No sé. Cuando me libere.
El móvil vibró. Él lo cogió instintivamente.
—¡Javier!
—¿Qué? Ah, perdón. —Aun así miró la notificación.
—¿Tienes a alguien? —soltó de repente Elena.
—¿Cómo? —Alzó la vista con algo parecido al miedo en los ojos.
—¿Que si tienes otra mujer?
—¿Qué te hace pensar eso?
—No respondas con otra pregunta. ¿La hay?
Un silencio denso. Él clavó la mirada en el plato; Javier sintió sus latidos como tambores.
—Sí —confesó al fin, casi en un susurro.
Extrañamente, Elena sintió alivio, no dolor. Al fin la verdad.
—¿Hace tiempo?
—Seis meses.
—¿La quieres?
Él alzó la vista.
—No sé. Supongo.
—¿Y a mí?
—También. De otra manera, pero te quiero.
—¿De qué manera?
—Pues… eres la madre de Lucía. Llevamos tantos años…
—¿Soy como un mueble vie
Marina suspiró aliviada al ver cómo Catalina dormía plácidamente, sabiendo que al fin había encontrado el amor auténtico que le demostraba cada día que volver a empezar valía la pena.