Querida mía. Relato
María supo un día que había crecido en una familia de acogida.
Aún le costaba trabajo creerlo. Pero ya no le quedaba con quién comentar nada. Sus padres adoptivos se fueron casi al mismo tiempo. Su padre fue el primero en decaer; enfermó y ya no volvió a levantarse. Poco después, su madre lo siguió.
Recuerdo aquellos días, cuando María estaba sentada al lado de la cama de su madre, sosteniendo su mano débil y desprovista de vida. La madre estaba muy mal, a punto de marcharse. De pronto, María vio que ella entreabría los ojos:
María, hija, nunca tuvimos el valor de contártelo tu padre y yo Ni siquiera sabíamos cómo hacerlo Te encontramos, sí, te encontramos en el bosque, llorando y perdida. Esperamos a que te buscasen. Lo notificamos a la guardia civil. Pero nadie vino a buscarte, nadie preguntó por ti. Tal vez ocurrió algo. No lo sé. Y después nos permitieron adoptarte.
En casa, en la cómoda, donde guardo mis papeles, hay un fajo de cartas y recortes Léelos algún día. Perdónanos, hija mía.
Y la madre, agotada, cerró los ojos.
No digas eso, mamá María, sin saber qué decirle, apretó la mano de su madre contra la mejilla. Mamá mía, te quiero, y quiero que te mejores.
Pero el milagro no llegó. Y a los pocos días, su madre ya no estaba.
Habría preferido que no le hubiese contado nada.
Nunca contó a su marido ni a sus hijos las últimas palabras de la abuela. Casi las había olvidado, relegando esa revelación maternal al rincón más apartado de su memoria.
Los niños adoraban a sus abuelos. Y a María no le parecía bien remover viejas verdades que sólo iban a preocupar a todos inútilmente.
Pero un día, guiada por un impulso inexplicable, abrió aquella carpeta de la que le había hablado su madre.
Había allí un recorte de periódico, informes y cartas. María empezó a leer y ya no pudo parar. ¡Cuánto amor el de sus padres adoptivos!
La encontraron, a ella, María, con apenas año y medio, llorando en el bosque. Ellos ya estaban entrados en los cuarenta y no tenían hijos. Y de repente, una niña desconocida les tendía los brazos.
El agente de la Guardia Civil en el pueblo no pudo hacer más: nadie había denunciado la desaparición de una niña.
La adoptaron, y su madre siguió buscando a los familiares de la pequeña.
No parecía buscarles ya por encontrarlos sino para asegurarse de que nadie vendría a reclamar a la hija que tanto querían.
María cerró la carpeta y la escondió en el armario, bien al fondo. ¿Para qué remover una verdad innecesaria?
Una semana después, llamaron a María de personal en su trabajo:
María López, han preguntado por usted desde su anterior empleo.
Junto a la responsable de personal se sentaba una mujer de la edad de María:
Buenos días, me llamo Esperanza. Necesito hablar con usted miró a la responsable de personal, buscando complicidad. Es sobre las gestiones de Carmen Ibáñez. ¿Es usted su hija?
Decían que era un asunto laboral, protestó la encargada. ¡Asuntos personales en horas libres!
Esperanza, ¿vamos fuera a hablar? sugirió María. Salieron bajo la mirada reprobatoria de la encargada.
Perdone, es una historia extraña, pero di mi palabra titubeó Esperanza. Hace tres años me encontré con mi primera maestra, en el pueblo de Olmedo, donde estudié de niña. Ya estaba muy mayor y vivía sola. Me invitó a merendar y me pidió ayuda con un asunto delicado: decía que su hija había desaparecido de pequeña hace muchos años, y que mantenía correspondencia con su madre adoptiva.
Perdone, Esperanza, mi madre ha fallecido y yo no trato ese asunto respondió María, seca, dándose la vuelta.
Comprendo, María, de verdad. Pero verá la maestra, Doña Victoria, está muy enferma, tiene cáncer y los médicos dicen que apenas le queda tiempo. Quiere encontrar a su hija antes de irse. Incluso me dio un mechón de pelo para hacer unas pruebas. ¿Puede imaginarlo?
María estuvo a punto de poner fin a la conversación, pero algo en su interior la detuvo:
¿Está usted segura de que está tan enferma?
Esperanza asintió.
María recogió el pequeño sobre con el mechón de pelo y quedaron en llamarse.
Una semana después iban juntas a visitar a Doña Victoria en el hospital.
Cuando entraron en la habitación, la maestra, casi ciega, intentó adivinar quiénes eran las visitantes.
¡Ay, Esperanza, qué alegría verte! Gracias, hija sonrió con esfuerzo y miró interrogante a María.
Doña Victoria, la he encontrado. Esta es María, ha querido venir y le tendió un sobre.
¿Qué es esto? Aun con gafas veo poco sus ojos buscaban apoyo.
Es el resultado del análisis dijo Esperanza sacando la hoja. Aquí pone que María es su hija.
El rostro de Doña Victoria se transformó, iluminado por una emoción contenida. No pudo evitar las lágrimas de felicidad:
¡Hijas mías, gracias! y extendió las manos hacia María. ¡Querida mía! Qué alegría. Estás viva, eres preciosa, te pareces a mí de joven. Querida mía He pasado la vida despertando por las noches, convencida de que te oía llorar, de que me llamabas. No merezco perdón. Viva, viva. Ahora podré irme en paz.
Poco después, Esperanza y María salieron de la habitación. La maestra, completamente exhausta, se había quedado dormida.
Gracias, María, de verdad. La ha hecho usted muy feliz.
Días después, la maestra falleció.
María rompió todas las cartas de la carpeta de su madre. No quería que nadie más supiera esa verdad sin sentido.
¿Y qué había que saber, realmente? Porque para María no había existido nunca otra madre.
¿Y Doña Victoria? Quizá una santa mentira. ¿Hizo bien? María cree que fue lo correcto.
En fin, cada uno es responsable ante Dios de cuanto haya hecho en su vida.







