Mi madre me abandonó a las puertas de un piso ajeno. Veinticinco años después, entró a trabajar como mi empleada del hogar, sin saber que yo era aquella hija que había dejado atrás.
¿Qué es un niño sin raíces? Nada. Un fantasma que por casualidad obtuvo un cuerpo.
¿Así que siempre te sentiste como un fantasma? preguntó Miguel, removiendo su café en mi moderna cocina.
Lo miré, a él, mi único amigo que conocía toda la verdad. El hombre que me ayudó a encontrarla. A aquella que me llevó en su vientre y luego me arrojó de su vida como un borrador inútil.
Mi primer llanto no conmovió su corazón. En la memoria de mis padres adoptivos solo quedó una nota, prendida con un alfiler a una manta barata: «Perdón». Una sola palabra, todo lo que recibí de la mujer que se llamó mi madre.
Luisa Martínez y Gonzalo Sánchez, una pareja mayor sin hijos, me encontraron una fría mañana de octubre.
Abrieron la puerta y vieron un bulto. Un bulto que lloraba. Tuvieron la decencia de no llevarme a un orfanato, pero no el amor para aceptarme como suya.
Estás en nuestra casa, Isabel, pero recuerda: nosotros no somos tu familia, ni tú la nuestra. Cumplimos con nuestro deber humano repetía Luisa cada año en el aniversario de mi llegada.
Su piso fue mi jaula. Me dieron un rincón en el pasillo, con una cama plegable. Comía aparte, después de ellos, los restos fríos de su comida.
La ropa, de mercadillos, siempre dos tallas más grande. «Crecerás y te quedará bien», justificaba Luisa. Pero cuando por fin me quedaba, ya estaba hecha jirones.
En el colegio fui una paria. «Hija de nadie», «abandonada», «sin familia», susurraban mis compañeros.
No lloraba. ¿Para qué? Guardaba. Guardaba fuerza, rabia, determinación. Cada empujón, cada burla, cada mirada fría, todo se convertía en combustible.
A los trece empecé a trabajar: repartía folletos, paseaba perros. Escondía el dinero bajo una tabla del suelo. Luisa lo encontró un día mientras fregaba.
¿Robas? preguntó, sosteniendo los billetes arrugados. Lo sabía, de tal palo, tal astilla
Es mío, lo he ganado contesté.
Dejó el dinero sobre la mesa.
Entonces pagarás. Por el techo, la comida. Ya eres mayor.
A los quince trabajaba cada minuto libre. A los diecisiete entré en la universidad, en otra ciudad.
Me fui con una mochila y una caja que guardaba lo único que me unía a mi pasado: una foto de recién nacida que una enfermera me hizo antes de que mi madre desconocida me arrancara del hospital.
Ella no te quería, Isa me dijo Luisa al despedirme. Nosotros tampoco. Pero al menos fuimos honestos.
En la residencia compartía habitación con tres chicas. Comía fideos instantáneos. Estudiaba hasta el agotamiento, solo sobresalientes, solo por la beca.
Por las noches trabajaba en un supermercado abierto toda la noche. Mis compañeros se reían de mi ropa gastada. Yo no los oía. Solo escuchaba una voz: «La encontraré. Le mostraré lo que tiró».
No hay nada peor que sentirse innecesario. Se te clava bajo la piel como esquirlas que jamás saldrán.
Miraba a Miguel y jugueteaba con la cadena de oro en mi cuello, mi único lujo, algo caro e inútil que me compré tras mi primer gran proyecto. Él conocía la historia. Él encontró a mi madre. Él me ayudó con el plan.
Sabes que esto no te dará paz, ¿verdad? preguntó.
No quiero paz respondí. Quiero un punto final.
La vida es impredecible. A veces te da una oportunidad donde menos lo esperas. En tercero de carrera, el destino me guiñó un ojo: un profesor de marketing nos pidió una estrategia para una marca de cosmética ecológica.
Pasé tres días sin dormir, volcando en aquel trabajo toda mi rabia y sed de reconocimiento. Cuando terminé la presentación, el aula quedó en silencio.
Una semana después, el profesor entró en clase con los ojos brillantes: «Isabel, hay inversores aquí. Quieren hablar de tu idea».
En lugar de un pago, me ofrecieron una pequeña participación en la startup. Firmé los papeles con manos temblorosas. No tenía nada que perder.
Un año después, la startup despegó. Mi parte se convirtió en una suma que ni soñaba. Suficiente para la entrada de un piso. Suficiente para invertir en otro proyecto.
La vida se aceleró. Un éxito llevó a otro, y otro más.
A los veintitrés compré un amplio apartamento en el centro, donde solo llevé mi mochila y aquella caja con la foto. Nada del pasado. Solo un punto de partida.
Pensé que el éxito me haría feliz le dije a Miguel el día que nos conocimos en una conferencia. Pero solo me hizo más sola.
Llevas un fantasma a cuestas respondió él, dando en el blanco que yo no podía nombrar.
Así le conté mi historia. Miguel no solo era mi amigo, también detective privado. Me ofreció ayuda. Y acepté. Dos años de búsqueda. Cientos de callejones sin salida. Pero la encontró: la mujer de quien solo quedaba un «perdón» y mis genes.
Irene López. 47 años. Divorciada. Vivía en un bloque deteriorado en las afueras. Sobrevivía con trabajos temporales. Sin hijos. «Sin hijos». Esa línea en el informe me quemó. Vi su foto: un rostro gris, maltratado por la vida.
En sus ojos no había el fuego que yo había mantenido vivo en los míos.
Busca trabajo dijo Miguel. Limpia casas. ¿Segura de tu plan?
Totalmente.
El plan era simple: Miguel publicó un anuncio solicitando una asistenta en mi nombre. La entrevista la hizo él, en mi despacho, mientras yo observaba por una cámara oculta.
¿Tiene experiencia, Irene? preguntó con tono formal.
Sí respondió, jugando con sus uñas rotas. He trabajado en hoteles, oficinas. Soy muy cuidadosa.
La señora es exigente. Valora la puntualidad y la limpieza impecable.
Lo entiendo. Necesito este trabajo.
Su voz sonaba quebrada, como un disco viejo. Su postura mostraba una sumisión que detestaba, pero que quizá ya era parte de ella.
Tendrá un periodo de prueba dijo Miguel.
Cuando se fue, salí de la habitación contigua. Sobre la mesa estaba su DNI, que había dejado para una copia. Lo tomé en mis manos: el documento de quien me dio la vida y me negó el amor.
¿De verdad quieres seguir? preguntó Miguel.
Ahora más que nunca.
Una semana después, Irene empezó a trabajar. La observé entrar en mi vida con una bayeta y productos de limpieza. La que lo fue todo para mí, pero eligió ser nada.
Nuestro primer encuentro fue breve. Fingí estar ocupada, apenas un gesto cuando Miguel nos presentó.
Ella hizo una torpe reverencia. En su mirada no hubo reconocimiento, solo miedo a perder el trabajo.
Mi corazón calló. Nada se movió en mí al ver a mi verdadera madre. Solo fría curiosidad.
La vi limpiar mis suelos, pulir mis objetos caros, planchar mis blusas de seda. Le dejaba buenas propinas, no por compasión, sino para que volviera. Para que la obra continuara.
Dos meses. Ocho limpiezas. Irene se volvió invisible en mi casa. Aparecía y desaparecía, dejando solo el olor a