Me llamo Alba, y vivo en un pequeño pueblo de Andalucía, donde el sol calienta las calles blancas y las tradiciones familiares son tan fuertes como el aroma a azahar. Desde niña, soñé con una familia grande, una casa llena de risas infantiles y un marido que fuera mi apoyo. Pero la vida tenía otros planes, y ahora mi corazón se desgarra entre el amor por mi esposo y la lealtad hacia los que más quiero.
Mi primer matrimonio estuvo lleno de ilusiones, pero se derrumbó después de ocho años. Mi exmarido y yo nunca pudimos tener hijos, y ese dolor abrió un abismo entre nosotros. El divorcio me dejó un vacío, y ya no creía que encontraría felicidad. Hasta que el destino me cruzó con Javier, un hombre que me devolvió la fe en el amor.
Javier había sufrido una tragedia: su esposa falleció, dejándolo solo con dos niños. Lo amé por su fortaleza, por cómo cuidaba a su hijo y a su hija, por cómo seguía adelante a pesar del dolor. Cuando nos casamos, me mudé a su amplia casa en las afueras, y mi piso en el centro de Sevilla quedó para mi madre y mi abuela. Allí viven mis seres más queridos, a los que no puedo abandonar.
Mi abuela, Carmen, tiene 85 años, y mi madre, Isabel, 64. Aún tienen energía: limpian, cocinan y hacen la compra solas. Mi madre incluso trabaja desde casa, corrigiendo textos para sentirse útil. Intento visitarlas lo más posible, llevándoles comida y ayudando en lo que necesitan. Pero en lo más profundo de mi corazón late un sueño que no me deja en paz: quiero que vivan con nosotros, bajo el mismo techo, como una verdadera familia.
Pero Javier se niega rotundamente. Su rechazo me duele como un cuchillo. Él creció en una casa donde tres generaciones convivían, y para él fue una carga insoportable. Los abuelos se entrometían en su vida, daban consejos no pedidos y controlaban cada paso. Juró que nunca permitiría eso en su hogar. “Quiero que tengamos nuestra propia vida, Alba —me dice—. Sin voces ajenas ni reglas impuestas.” Pero ¿cómo hacerle entender que mi madre y mi abuela no son ajenas, sino parte de mi alma?
Vivo en la casa de Javier, y es su territorio. No puedo insistir, no puedo exigir. Pero cada vez que me voy de casa de mi madre y mi abuela, algo se rompe dentro de mí. Ahora se valen por sí mismas, pero sé que llegará el día en que necesiten mi ayuda. Mi abuela ya camina con dificultad, y mi madre, aunque no se queja, se cansa más que antes. ¿Cómo voy a dejarlas solas cuando más me necesiten?
He hablado con Javier, pero cada conversación termina en discusión. Él no quiere oír hablar de que se muden, y yo no puedo imaginarme abandonándolas. Esa idea me ahoga por las noches, cuando me quedo despierta mirando al techo. Si Javier no cambia de opinión, me enfrentaré a una decisión terrible: mi marido o la familia que me crió. El divorcio es lo último que deseo. Amo a Javier, amo a sus hijos, a los que ya considero míos. Pero ¿traicionar a mi madre y a mi abuela? Eso supera mis fuerzas.
Cada día rezo para que Javier ablande su corazón, para que entienda lo importantes que son para mí. Pero el tiempo pasa, y él sigue firme. Estoy en una encrucijada, paralizada por el miedo. Si pierdo a mi esposo, mi vida se desmoronará. Pero si abandono a mi madre y a mi abuela, jamás me perdonaré esa traición. ¿Cómo encontrar una salida si ambos caminos llevan al dolor?