Oye, te cuento una situación que me pasó… Cada sábado me convierto en una auténtica cocinera, me paso el día entero en la cocina preparando comidas para toda la semana. No solo hago un puchero o un guiso, también hago croquetas, empanadillas, albóndigas, lasañas… todo lo que se pueda congelar para que, después del trabajo, solo tengamos que calentarlo y listo. Es nuestra rutina familiar y me salva del agotamiento. Pero mi propio marido tiró por tierra todo mi esfuerzo de un plumazo.
El lunes, como siempre, volví del trabajo y fui al congelador a sacar algo para la cena. Abro la puerta y… ¡casi vacío! De los tuppers que había ordenado y etiquetado solo quedaba un tercio.
—Ignacio —llamé a mi marido—, ¿dónde está toda la comida que preparé el fin de semana?
Se encogió de hombros y soltó:
—Vino mi madre… Dijo que no tenía nada en la nevera, que con la pensión no le llega. Pensé que podíamos compartir. Le di una parte.
—¿Qué parte? —lo miré fijo—. Aquí faltan como cuatro días de comida.
—La mitad —reconoció—. ¿Qué más da? Es mayor, está cansada… Tú tampoco le habrías dicho que no.
Me quedé helada. No me esperaba esa indiferencia. Había estado dos días enteros cocinando. Amasando, friendo, horneando… No era solo comida, era mi tiempo, mi energía, mi manera de hacer la vida más fácil. Y él lo repartió así, sin consultarme.
—Si necesita ayuda —dije conteniendo la rabia—, dale dinero tú. Que pida a domicilio o que cocine ella. Está perfectamente sana. No tengo por qué alimentar a todo el mundo, ya trabajo tanto como tú.
Empezó con el rollo de “tú eres la mujer de la casa, para ti es fácil” y “no está bien negarle algo a tu suegra”. Así que fui a su casa, al bloque de al lado, con una bolsa, para recuperar lo mío.
Llamé al timbre, y cuando abrió, le dije tranquila:
—No tengo obligación de alimentarte. Esa comida era para mi familia, no para caridad. Si tu hijo quiere ayudarte, que lo haga con dinero. Pero yo no voy a malgastar más mis fines de semana y mi esfuerzo. Lo siento, pero no es justo.
Se quedó pasmada, ni siquiera intentó discutir. Entré en la cocina y recuperé mis tuppers. Por la noche, mi marido estaba flipando, ofendido, me llamó insensible.
Y yo, por primera vez en mucho tiempo, me sentí humana. Alguien que sabe decir “no”. Que pone límites. Que no tiene que ser la esclava de la cocina por capricho ajeno.
No es que me niegue a ayudar, pero no así. No a escondidas, no a costa de mí, no por esa costumbre caduca de que “la mujer tiene que servir”.
Si él cree que su madre lo necesita, que le ayude. Pero no con mi cansancio y mi trabajo. A mí nadie me debe nada, yo también soy una persona. Y, ¿sabes qué? A veces también merezco descansar.