El marido declaró que yo no era nadie en esta casa
—¿Quién te crees que eres para darme órdenes? —Oscar se giró bruscamente frente a la nevera, sosteniendo una lata de cerveza—. ¡No eres nadie en esta casa! ¿Entendido?
Lidia estaba frente a la cocina, removiendo un cocido, y sentía cómo le temblaban las manos. El cazo chocó contra el borde de la olla.
—¿Nadie? —repitió ella en voz baja—. ¿Acaso no soy tu esposa?
—¡Esposa! —Oscar resopló y abrió la lata—. Qué va. Eres la asistenta, eso es lo que eres. Y mala, por cierto.
Lidia apagó el fuego y se volvió hacia su marido. Cuarenta y tres años de vida juntos. Cuarenta y tres años cocinando para él, lavando sus camisas, planchando sus pantalones. Criando a los hijos mientras él hacía carrera.
—¿Asistenta, dices? —su voz se volvió firme—. ¿Y quién lava tus camisas? ¿Quién cocina, limpia, cuida de tu madre?
—¡Es tu obligación! —Oscar golpeó la lata contra la mesa—. Yo gano el dinero, pago la hipoteca, ¿y tú qué? ¿Cocinas cocido? Eso lo hace cualquier mujer.
—Cualquier mujer —repitió Lidia. Algo dentro de ella pareció quebrarse—. Ya veo.
Se quitó el delantal y lo colgó del gancho. Oscar terminaba la cerveza, dándole la espalda.
—Así que cualquier mujer —murmuró Lidia para sí—. Ya veremos.
Entró en el dormitorio y sacó una maleta vieja del armario. Oscar escuchó el ruido y asomó la cabeza.
—¿Qué haces?
—Hago las maletas —respondió Lidia con calma, doblando su ropa—. Si no soy nadie aquí, entonces no tengo por qué quedarme.
—¿Adónde irás? —Oscar frunció el ceño.
—A casa de Amalia. Me quedaré un tiempo.
Amalia era su hermana pequeña. Vivía sola en un piso de dos habitaciones y trabajaba como enfermera en un ambulatorio.
—Vamos, no exageres —Oscar hizo un gesto con la mano—. No seas tonta. ¿Quién cocinará?
—¿Acaso importa? —Lidia cerró la maleta—. Dijiste que cualquier mujer puede hacerlo. Encuentra a una.
Oscar la miró, perplejo, mientras ella se abrigaba.
—Lidia, no me hagas esto. No lo dije con maldad.
—Claro que no —se abotonó el abrigo—. Solo dijiste la verdad. No soy nadie en esta casa.
—¡Basta ya de tonterías! —la voz de Oscar se elevó—. ¿Quién te ha dado permiso para irte?
Lidia se detuvo en la puerta y lo miró.
—Nadie. Me lo he dado yo misma. ¿O tampoco tengo derecho a eso?
Salió del piso, dejando a Oscar con la boca abierta.
Afuera hacía fresco; octubre ya mostraba su carácter. Lidia tomó el autobús hacia casa de su hermana. El teléfono sonó varias veces, pero no contestó.
Amalia abrió la puerta en pijama y zapatillas.
—¡Lidia! ¿Qué pasa? —vio la maleta en sus manos.
—¿Puedo quedarme contigo unos días? —preguntó Lidia.
—Por supuesto, pasa. ¿Qué ha ocurrido?
Se sentaron en la cocina mientras Amalia preparaba café. Lidia le contó la discusión.
—¿Pero cómo se atreve? —se indignó Amalia—. ¿Nadie en la casa? ¡Después de tantos años!
—Imagínate —Lidia se secó los ojos con un pañuelo—. Toda mi vida he vivido para él, para los niños. Y ahora dice que cualquier mujer podría hacerlo.
—Que busque a esa “cualquier mujer” —refunfuñó Amalia—. Veremos cómo se las apaña sin ti.
El teléfono sonó de nuevo. Esta vez era Oscar.
—No contestes —le aconsejó Amalia—. Que reflexione.
Lidia dejó el teléfono sobre la mesa y no respondió.
Por la mañana, despertó en el sofá del salón. Amalia ya se preparaba para trabajar.
—Quédate todo lo que necesites —dijo su hermana—. Tengo llaves de repuesto.
Lidia se quedó sola en el piso ajeno. Era extraño no tener tareas pendientes. En casa, a esa hora, solía preparar el desayuno, organizar la jornada.
El teléfono seguía en silencio. Quizá Oscar creía que volvería por su propia cuenta.
Hizo café y se sentó junto a la ventana. Una sensación extraña la invadía: tristeza, pero también alivio. Hacía años que no desayunaba en silencio, sin pensar en qué cocinar después.
Al mediodía, llamó su hija mayor, Natalia.
—Mamá, ha llamado papá. Dice que habéis discutido.
—Así es —confirmó Lidia.
—¿Por qué?
—Dijo que yo no soy nadie en casa. Que solo soy la asistenta, y mala además.
—¡Mamá! —Natalia se indignó—. ¿Cómo pudo decir eso?
—Muy fácil. Es lo que piensa.
—Pero ¡si tú lo has dado todo por nosotros!
—Eso creía yo. Pero resulta que solo soy la ayuda doméstica.
Natalia guardó silencio un momento.
—Mamá, ¿dónde estás ahora?
—En casa de tu tía Amalia.
—¿Piensas quedarte mucho?
—No lo sé. Quizá busque trabajo. Si soy asistenta, al menos tendré experiencia.
—Mamá, no digas tonterías —la voz de Natalia temblaba—. Sois adultos, arregladlo.
—¿Arreglarlo? —Lidia sonrió con ironía—. ¿Arreglar qué? Él dijo la verdad. Yo no soy nadie allí.
—¡Mamá, por favor! Papá habló sin pensar. Estará estresado.
—Estresado —repitió Lidia—. Y yo, claro, nunca lo estoy. Cuarenta y tres años sin estresarme.
Natalia suspiró.
—Vale, hablaré con él. Pero piensa si merece la pena romper una familia por unas palabras.
—¿Unas palabras? —Lidia negó con la cabeza—. Natalia, no son solo palabras. Es lo que piensa de verdad.
Esa noche, Amalia regresó cansada del trabajo.
—¿Qué tal? —preguntó, colgando su bata blanca.
—Bien. Ha llamado Natalia.
—¿Y qué dice?
—Que haga las paces con tu cuñado.
Amalia se sentó junto a su hermana.
—¿Y tú qué piensas?
—No lo sé —respondió Lidia con sinceridad—. Quizá tenga razón. Quizá no sea nadie.
—¡Lidia, no digas eso! —Amalia le apretó la mano—. Eres una esposa, madre y ama de casa excelente. Si no lo valora, es un necio.
—Fácil de decir —Lidia negó de nuevo—. Tengo sesenta y siete años. ¿Adónde iré?
—No lo sé, pero tampoco puedes vivir con alguien que no te respeta.
Al día siguiente, Lidia fue a casa a por más ropa. Oscar trabajaba; el piso estaba vacío. Recorrió las habitaciones como si las viera por primera vez.
Los platos sucios amontonados en el fregadero. Migas de pan en la mesa. La cama sin hacer. Solo dos días sin ella y el caos ya reinaba.
Lidia recogió sus cosas y se dispuso a marcharse cuando la puerta se abrió. Era Oscar.
—Ah, estás aquí —dijo, sin mirarla—. Por fin. ¿Vas a cocinar algo?
—No —”Prepararé la cena esta vez, pero mañana mismo busco un piso pequeño para vivir sola,” dijo Lidia con determinación mientras pasaba frente a él, sintiendo por primera vez en décadas el peso de su propia dignidad.