Mi pareja cree que puede vivir sin mí, pero yo no sin él. Veamos quién tiene razón.

**Mi diario:**

Mi marido dijo que sin mí él podría arreglárselas, pero yo sin él, no. Bueno, ya veremos.

Tras ocho años de matrimonio, yo, Lucía, por fin me liberé de los estereotipos que mi madre, mi abuela y mi suega me habían inculcado durante años. Insistían en que una buena esposa debía ser capaz de todo: trabajar, criar hijos, mantener la casa impecable, cocinar comidas deliciosas, mientras el marido lucía camisa planchada, saciado y contento. Intenté cumplir ese ideal, pero mi esposo, Javier, nunca valoró mi esfuerzo. Se acostumbró a que yo lo hiciera todo sola, sin notar cómo me agotaba. Estaba cansada—cansada de ser invisible, de cargar con todo.

Siempre tuve los ejemplos de mi familia. Mi madre, mi abuela, mi hermana mayor Carmen—todas eran amas de casa perfectas, viviendo por y para la familia. Mamá trabajaba en un colegio, volvía a casa a preparar la comida y luego corregía exámenes hasta medianoche. Nadie lo consideraba un sacrificio—era simplemente su “rol de mujer”. Mi padre, aún hoy, no sabe dónde guardan sus calcetines. Mamá le lleva las zapatillas, le sirve la cena, pone la mesa. Jamás lo vi pasar la aspiradora o fregar el suelo. Sí, trabajaba mucho, llegaba tarde, pero ganaba bien. Gracias a eso, nos compró un piso a mí y a Carmen. Mamá podía haberse quedado en casa, pero creía que su sueldo era importante. Así la crió mi abuela, y así nos crió ella.

Carmen se casó cinco años antes que yo y seguía los pasos de mamá. Estudió magisterio, tuvo dos hijos y convirtió su casa en un modelo de orden. Cada vez que la visitaba, todo relucía: niños aseados, suelos brillantes, olores de bizcocho recién horneado. Tras mi boda, soñé con una familia así. Quise ser la esposa perfecta, hacerlo todo sola. Pero Javier, al contrario que mi padre o el marido de Carmen, no ganaba mucho. Llegaba tarde, pero su sueldo no cubría nuestros gastos. Yo lo tranquilizaba, diciéndole que era talentoso y que ascendería. Mientras, yo giraba como una peonza.

Javier no ayudaba en casa. Antes de casarnos, vivía con sus padres, y su madre, Martina, lo protegía de las “tareas de mujeres”. Para ella, un hombre debía arreglar cosas y cargar peso. Pero Javier tenía una hernia, así que ni eso. En ocho años, hicimos una reforma, y fue con obreros. Yo me mataba para que todo estuviese impecable: limpiaba, cocinaba, lavaba, planchaba. Quería ser esa “buena esposa”, pero mi energía se esfumaba día a día.

Hace dos años nació mi segundo hijo. El embarazo y el parto fueron duros, apenas podía moverme, pero Javier, en lugar de apoyarme, se quejaba. Le molestaba la sopa sin sal, la camisa arrugada, el polvo en los muebles. Agotada, con un bebé en brazos, intentaba seguir al pie del cañón. Mamá y Martina repetían que no hacía nada extraordinario—era mi papel. Les creía, aunque dentro de mí crecía la sensación de ahogo bajo el peso de sus expectativas.

Todo cambió cuando mi hijo de siete años, Álvaro, se negó a recoger sus juguetes, diciendo: “Eso es cosa de mujeres, que lo haga mamá”. Repitió las palabras de su padre. Algo se rompió en mí. Quizá, en otro momento, lo habría ignorado, pero aquel día me invadió una rabia y un desespero que no pude contener. Grité, lloré, sin poder parar. No era un berrinche—era el grito de un alma cansada de ser invisible. Me calmé una hora después, pero supe que no seguiría así.

Esa noche hablé con Javier. Con calma, intenté explicarle lo agobiada que me sentía, lo difícil que era sin su ayuda. No le pedía que hiciese todo, solo repartir tareas: ir a Mercadona, cuidar a los niños para que yo pudiese ducharme, fregar una vez a la semana. Pero me cortó: “¿Qué no puedes con todo? ¿Con los niños? ¿Con la limpieza? Yo te mantengo mientras estás de baja, ¿y quieres que haga tu trabajo? ¿Y tú qué harás? ¿Tumbarte en el sofá?”. Sus palabras me atravesaron. No me escuchó, no quiso entender. Al final, soltó: “Yo sin ti me las arreglo, pero tú sin mí, no”. Bueno, ya veremos.

Desde entonces, decidí que bastaba. Volví a trabajar media jornada. Antes daba clases de inglés, y lo retomé. En casa empezó una guerra fría. Dejé de correr detrás de Javier: ya no le cocinaba, ni lavaba, ni planchaba su ropa. Solo para mí y los niños. Si quería vivir sin mí, que lo intentase. Mamá y Carmen se negaron a ayudarme, acusándome de destruir el matrimonio. “Qué tontería no darle de comer a tu marido. Tiene razón, es culpa tuya. Yo trabajaba, cuidaba la casa, y aquí estoy”, decían. “Eres mujer, aguanta, es tu destino”, añadió mamá. Para ella era normal; para mí, humillante.

Me ayudó mi amiga Elena, compañera del cole. Se quedaba con el pequeño mientras yo daba clases. Álvaro ya podía estar solo en casa. Llevamos dos meses así. No volveré a ser una sirvienta. Es difícil, pero no quiero pasar mi vida como una máquina de limpiar y cocinar. A Álvaro ya le enseño responsabilidades; al pequeño lo educaré para que nunca divida tareas entre “cosas de hombres” o “de mujeres”. Ojalá Javier recapacite. Si no, estoy preparada para el divorcio. Prefiero estar sola que ser invisible en mi propia casa **La dignidad no se negocia.** Mi destino no es complacer, sino vivir con orgullo.

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MagistrUm
Mi pareja cree que puede vivir sin mí, pero yo no sin él. Veamos quién tiene razón.