Me llamo Lucía, y llevo seis años casada. Mi marido, Alejandro, es un hombre servicial, trabajador, con manos de oro y un corazón enorme. Todo iría bien si no fuera porque ese oro lo reparte a todos menos a su propia familia.
Alejandro tiene una parentela extensa: su madre, un hermano, dos tías, primas e incluso primos lejanos. Todos tienen algún problema que, por algún motivo, solo él puede resolver. Y nunca puede esperar. Tiene que ser urgentemente. De madrugada. El día de nuestro aniversario o cuando nuestro hijo tiene fiebre.
Antes de la boda, sabía que era cercano a su familia, pero no imaginé la verdadera magnitud de su “lealtad familiar” hasta que nos casamos y nos mudamos a su ciudad natal. Heredamos un piso modesto de su abuela. Sus parientes le prometieron ayuda para encontrar trabajo, y yo, sin pensarlo, acepté el cambio. Dos meses después, nos casamos.
Al principio, achacaba sus constantes “ayuda aquí, lleva esto allá” a los preparativos de la boda o a arreglar la casa. Pero luego fue a peor. Alejandro podía pasar la mañana plantando patatas en el huerto de su madre, recorrer veinte kilómetros para ayudar a su hermano con el tejado y, ya de noche, llevar a su tío a urgencias. A la mañana siguiente, caía rendido, quejándose del cansancio, y yo intentaba mimarlo un poco: desayuno en la cama, silencio, comodidad. Pero en cuanto se reponía… sonaba el teléfono. Y volvía a salir corriendo.
Aguanté. Callé. Esperé que pasara. Que entendiera que ahora tenía una familia, un hogar con sus propias necesidades. Pero no. Toda su energía iba para ellos. Y yo cargaba sola con la limpieza, las reformas, los muebles, los problemas cotidianos. Yo misma puse el papel pintado. Yo misma moví los armarios. El fontanero vino porque lo llamé yo, porque Alejandro nunca tenía tiempo.
No monté escándalos. Hablé con calma. Le recordé que era su esposa, no una vecina cualquiera. Él asentía, me besaba las manos, casi con lágrimas, diciendo que no podía negarse a su familia.
Cuando me quedé embarazada, creí que todo cambiaría. Por fin era importante. Él me cuidaba, llevaba las bolsas, cocinaba, me acompañaba al médico. Nos volvimos más cercanos. Pero al mes… todo volvió a ser igual. En cuanto pasaron las náuseas, otra vez la tía, el hermano, la madre con su grifo roto que solo Alejandro podía arreglar.
—Ahora les ayudo yo— se justificaba—. Cuando lo necesitemos, ellos nos ayudarán.
Pero en todos estos años, nadie lo ha hecho. Cuando nació nuestro hijo, el primer mes se esforzó. Luego, otra vez desapareció. Me despertaba sola, me acostaba sola. Paseaba al niño sola. Él estaba en la obra del tío, haciendo la compra para la tía o moviendo muebles en casa de su hermana. Le llamaban a cualquier hora, y salía disparado. Cuando se nos estropeó la lavadora, el pariente fontanero “no encontró tiempo”, y tuve que pagar a un profesional.
Y lo más doloroso es esto: cuando se juntan todos, alaban a Alejandro: “¡Qué tipo tan estupendo! ¡Un crack! ¡Lo arregla todo!” Y yo, a su lado, sonrío forzada. Porque ellos ven a un héroe, y yo vivo con un hombre que no tiene tiempo ni fuerzas para mí.
Intenté hablar con él. Me despistaba:
—Son cosas tuyas. Lo tienes todo. ¿Qué más quieres?
Y yo solo quiero algo sencillo: que mi marido esté en casa. Que vea crecer a su hijo. Que nuestros asuntos también sean “urgentes”. Que no me sienta invisible en mi propio matrimonio.
A veces pienso que soy solo una sombra. La mujer que le deja la cena lista y lo despira en silencio hacia su próxima hazaña. Y a él, al parecer, le va bien así.
Pero a mí… ya no.