—¡¿Quién te crees que eres para decirme lo que tengo que hacer?! —Javier se giró bruscamente desde la nevera, sujetando una lata de cerveza en la mano—. ¡En esta casa no eres nadie! ¿Lo entiendes?
Carmen estaba frente a la cocina, removiendo una potaje de garbanzos, y notaba cómo le temblaban las manos. La cuchara de palo chocó contra el borde de la olla.
—¿Nadie? —repitió ella en voz baja—. ¿Acaso no soy tu esposa?
—¡Esposa! —Javier resopló y abrió la lata—. Ni hablar. Eres la asistenta, eso es lo que eres. Y mala, por cierto.
Carmen apagó el fogón y se volvió hacia su marido. Cuarenta y tres años juntos. Cuarenta y tres años cocinándole, lavándole las camisas, planchándole los pantalones. Cuidando de los hijos mientras él hacía carrera.
—¿Asistenta, dices? —su voz sonó más firme ahora—. ¿Y quién te lava la ropa? ¿Quién cocina, limpia y cuida de tu madre?
—¡Es tu obligación! —Javier golpeó la lata contra la mesa—. Yo soy el que gana el dinero, pago la hipoteca… y tú, ¿qué haces? ¿Cocinar potaje? Eso lo sabe hacer cualquiera.
—Cualquiera —repitió Carmen. Algo dentro de ella se quebró—. Ya veo.
Se quitó el delantal y lo colgó del gancho. Javier terminaba su cerveza, dándole la espalda.
—Así que cualquiera —murmuró Carmen para sí—. Vamos a ver.
Entró en el dormitorio y sacó una maleta vieja del armario. Javier escuchó el ruido y asomó la cabeza.
—¿Qué haces?
—Preparo mis cosas —respondió ella con calma, doblando su ropa—. Si aquí no soy nadie, entonces no tengo por qué quedarme.
—¿Adónde vas? —Javier frunció el ceño.
—A casa de Marisa. Me quedaré un tiempo.
Marisa era su hermana pequeña. Vivía sola en un piso de dos habitaciones y trabajaba como enfermera en un centro de salud.
—Anda ya —Javier hizo un gesto con la mano—. No seas ridícula. ¿Quién va a cocinar?
—¿Acaso importa? —Carmen cerró la maleta—. Dijiste que cualquiera puede hacerlo. Búscate a una.
Javier la observó, desconcertado, mientras ella se ponía el abrigo.
—Carmen, no exageres. No lo dije con maldad.
—Claro que no —se abrochó el abrigo—. Solo dijiste la verdad. Que no soy nadie aquí.
—¡Que no me tomes el pelo! —la voz de Javier subió de tono—. ¿Quién te ha dado permiso para irte?
Carmen se detuvo en la puerta y lo miró.
—Nadie. Me lo he dado yo misma. ¿O tampoco tengo derecho a eso?
Salió del piso, dejando a Javier boquiabierto.
Afuera hacía fresco; octubre ya mostraba su carácter. Carmen subió al autobús en dirección a casa de su hermana. El teléfono sonó varias veces durante el trayecto, pero no contestó.
Marisa abrió la puerta en pijama y zapatillas.
—¡Carmen! ¿Qué pasa? —sus ojos cayeron sobre la maleta.
—¿Puedo quedarme contigo unos días?
—Por supuesto, pasa. ¿Qué ha ocurrido?
Se sentaron en la cocina mientras Marisa preparaba café. Carmen relató la discusión.
—¿Se ha vuelto loco? —Marisa se indignó—. ¿Que no eres nadie después de tantos años?
—Imagínate —Carmen se enjugó una lágrima—. Toda mi vida dedicada a él, a los hijos… y dice que cualquiera puede hacer lo mismo.
—Que busque a esa “cualquiera” —bufó Marisa—. Ya veremos cómo se las apaña sin ti.
El teléfono sonó de nuevo. Javier.
—No contestes —aconsejó Marisa—. Que reflexione.
Carmen dejó el móvil sobre la mesa.
A la mañana siguiente, despertó en el sofá del salón. Marisa ya se preparaba para ir al trabajo.
—Quédate el tiempo que necesites —dijo—. Tengo llaves de repuesto.
Carmen se quedó sola en el piso ajeno. Le resultaba extraño no tener nada que hacer. En casa, a esa hora, ya habría preparado el desayuno a Javier y lo habría ayudado a vestirse.
El teléfono permaneció en silencio. Quizás él creía que volvería por su propio pie, una vez calmada.
Preparó unas tostadas y se sentó junto a la ventana con un café. Una sensación extraña la invadió: tristeza, pero también alivio. Cuánto tiempo hacía que no desayunaba en silencio, sin pensar en qué cocinaría para la comida.
Al mediodía, llamó su hija mayor, Lucía.
—Mamá, papá me ha llamado. Dice que habéis discutido.
—Es cierto —confirmó Carmen.
—¿Por qué?
—Dijo que no soy nadie en casa. Que solo soy la asistenta, y mala.
—¡Mamá! —Lucía se indignó—. ¿Cómo pudo decir eso?
—Muy fácil. Porque lo piensa.
—Pero es mentira… ¡Tú lo has dado todo por la familia!
—Eso creía yo. Pero al parecer, solo soy la empleada.
Lucía guardó silencio.
—Mamá, ¿dónde estás ahora?
—En casa de tu tía Marisa.
—¿Y cuánto tiempo piensas quedarte?
—No lo sé. Quizás busque trabajo. Si soy asistenta, al menos que me paguen por ello.
—Mamá, no digas tonterías —la voz de Lucía sonó tensa—. Sois adultos, arregladlo.
—¿Arreglarlo? —Carmen esbozó una sonrisa amarga—. ¿Arreglar qué? Si él mismo ha dicho que no valgo para nada.
—Mamá, ¡por favor! Papá habló sin pensar. Estaría estresado.
—Él estresado —repitió Carmen—. Y yo, después de cuarenta y tres años, no.
Lucía suspiró.
—Vale, hablaré con él. Pero piensa si merece la pena romper una familia por una frase.
—¿Una frase? —Carmen negó con la cabeza—. Lucía, esa frase solo ha puesto voz a lo que siempre ha pensado.
Por la noche, Marisa llegó cansada del trabajo.
—¿Qué tal? —preguntó, colgando su uniforme.
—Bien. Ha llamado Lucía.
—¿Y qué dice?
—Que me reconcilie con tu cuñado.
Marisa se sentó junto a ella.
—¿Y tú qué piensas hacer?
—No lo sé —admitió Carmen—. Quizás tenga razón. Quizás no sea nadie.
—¡Carmen, por Dios! —Marisa le apretó la mano—. Eres una madre, esposa y ama de casa excepcional. Si él no lo ve, es un necio.
—Fácil decirlo —Carmen bajó la mirada—. Tengo sesenta y siete años. ¿Adónde iré?
—No lo sé, pero vivir con alguien que no te respeta tampoco es vida.
Al día siguiente, Carmen fue a casa a por más cosas. Javier estaba trabajando; el piso estaba vacío. Recorrió las habitaciones como si las viera por primera vez.
La vajilla sucia se amontonaba en el fregador. Migas de pan sobre la mesa. La cama sin hacer. Solo dos días sin ella y ya reinaba el caos.
Recogió algunas pertenencias y se dirigía a la puerta cuando esta se abrió. Era Javier.
—Ah, estás aquí —dijo sin mirarla—. Por fin. ¿Vas a hacer la comida—No —respondió Carmen con calma, tomando su maleta— porque, como bien dijiste, cualquiera puede hacerlo, así que busca a esa cualquiera.