Mi padre, con su discapacidad, me llevó al baile de graduación, y nunca me sentí más orgullosa.
Todos llegaron a la fiesta en coches lujosos. Unos, en limusinas; otros, en deportivos alquilados para la ocasión. ¿Y yo? Yo llegué en una vieja furgoneta que crujía con cada bache como si fuera a desarmarse. En lugar de salir del coche con tacones altos y del brazo de un apuesto acompañante, me bajó la única persona que siempre estuvo a mi lado: mi padre. En su silla de ruedas.
Y fue la noche más hermosa de mi vida.
Me llamo Esperanza, y esta es una historia que nunca pensé compartir. Pero después de aquella inolvidable velada, entendí que a veces las personas más sencillas son las más extraordinarias.
Crecimos sin mucho. Mi madre falleció cuando tenía cinco años, y desde entonces solo estuvimos mi padre y yo. Trabajaba duro en un supermercado, ganando lo justo para pagar el alquiler y llenar la despensa. Pero siempre cuidó de mí. Con sus manos callosas, me trenzaba el pelo antes de ir al colegio, dejaba notas dulces en mi bolsillo del delantal y asistía a cada reunión de padres, aunque tuviera que caminar desde la parada del autobús.
Cuando cumplí catorce, se resbaló en el trabajo. Los médicos dijeron que era una lesión en la espalda, pero fue más que eso. Primero, un bastón. Luego, muletas. Finalmente, la silla de ruedas. Solicitó una pensión por invalidez, pero la burocracia era agotadora. Perdimos el coche y, después, la casa. Nos mudamos a un piso pequeño, y yo comencé a trabajar después de clase para ayudar.
A pesar de todo, nunca se quejó. Ni una vez.
Por eso, cuando llegó la época del baile de graduación, ni siquiera soñé con ir. El vestido, las entradas, el maquillaje todo era demasiado caro. ¿Y con quién iba a ir? No era la chica popular. Era la muchacha callada, con ropa de segunda mano y libros heredados. Pero en secreto soñaba con sentirme hermosa, aunque fuera una sola noche.
Mi padre, cómo no, lo supo. Siempre lo sabía.
Una tarde, al volver del instituto, encontré una caja sobre el sofá. Dentro había un vestido azul marino, sencillo, elegante, justo de mi talla.
Papá, ¿cómo?
Ahorré un poco dijo, intentando sonar despreocupado. Estaba en rebajas. Pensé que mi hija merecía sentirse como una princesa, aunque fuera una noche.
Lo abracé tan fuerte que casi volcamos la silla.
Pero, ¿quién me acompañará? susurré.
Me miró con esos ojos cansados pero tiernos y respondió:
Puede que sea lento, pero no hay mayor honor que llevar a mi hija al baile como el padre más orgulloso del mundo.
Reí y lloré a la vez. ¿De verdad lo harías?
Sonrió. Cariño, no hay otro lugar donde prefiera estar.
Así que nos preparamos. Una amiga me prestó unos tacones, y aprendí a maquillarme con tutoriales. La noche del baile, ayudé a mi padre a ponerse su mejor camisa, la misma que usaba en los actos escolares. Me recogí el pelo, me puse el vestido y, al mirarme al espejo, me sentí valiosa.
El viaje no fue lujoso. Un vecino nos prestó su vetusta furgoneta, que traqueteaba como un carromato. Pero llegamos.
Recuerdo dudar ante las puertas del gimnasio. La música resonaba, las luces destellaban entre risas y vestidos que giraban como en un cuento. Vi a chicas bajando de coches caros, rodeadas de chicos impecables. Entonces miré a mi padre.
Me tendió la mano y dijo: ¿Lista para entrar?
Asentí, con el corazón acelerado.
Al entrar, la música no se detuvo. Pero otra cosa sí: los murmullos.
La gente nos miraba.
Algunas chicas se cuchicheaban, compadeciéndome. Unos chicos se quedaron paralizados. Sentí un nudo en el pecho.
Pero entonces ocurrió algo maravilloso.
El profesor Martín empezó a aplaudir. Luego, otro docente. Y mi mejor amiga, Lucía, corrió hacia mí gritando: ¡Estás espectacular!
De pronto, todos aplaudían. Hasta unos compañeros le dieron palmadas a mi padre y le agradecieron por venir.
Esa noche bailé. Mucho.
No solo con mi padre, que, desde su silla, me hacía girar con tal delicadeza que se me llenaban los ojos de lágrimas, sino también con amigos, profesores, incluso el director. Alguien puso *”Qué bonito es vivir”*, y bailamos lentamente, mientras los demás nos miraban, no con lástima, sino sintiendo ese amor.
Una chica del comité de graduación me dijo: Tú y tu padre hicieron esta noche inolvidable.
Cuando el DJ anunció a los reyes del baile, ni siquiera escuché. Hasta que oí: La reina de la graduación ¡Esperanza Mendoza!
Y supe que la mayor riqueza no es el lujo, sino el amor que nunca se apaga.





