Recuerdo, como si fuera ayer, que mi nuera, María del Pilar, se enfadó cuando le dije que, según la costumbre de nuestra familia, los niños deben recibir el nombre de su abuelo. Teníamos una relación cordial; convivíamos sin mayores disputas, y aunque a veces surgían pequeños roces, siempre los resolvíamos sin rencor.
Cuando supe que María del Pilar estaba embarazada, la alegría me invadió. No tardaría en llegar al hogar el primer nieto, y el corazón de mi hijo, José, se llenó de una dicha inmensa; llevaba años anhelando ser padre y, al conocer el sexo del bebé, declaró al instante que lo llamarían en honor a su propio padre, Antonio. En nuestra casa siempre se ha seguido la tradición de nombrar a los varones por sus abuelos.
Al enterarse María del Pilar de que el nombre ya estaba decidido, se lanzó a la defensa, asegurando que ella decidiría el nombre del niño sin tomar en cuenta nuestras opiniones. Quise conversar con ella con calma, pero ella afirmó rotundamente que la decisión estaba tomada. José intentó apoyarme, pero su esposa no quiso escuchar y aseguró que sus padres la sacarán del quirófano y que el bebé viviría con ellos.
José trata a su mujer con mucho cariño y procura demostrarle su amor, pero ella parece no apreciarlo. Es una joven bastante egoísta, incapaz de guardar silencio siquiera por su propio marido. Cada vez que intentaba explicarle nuestras costumbres, ella me interrumpía al instante.
Para mi sorpresa, descubrí que ya habían elegido un nombre y que, según ellas, todas las cuestiones familiares se decidirían sin consultar a nadie más, como si mi opinión no valiera un céntimo. Yo veía la situación de otra manera, pues aquel niño sería mi nieto y continuaría la estirpe familiar.
Al volver a surgir el tema del nombre, María del Pilar me respondió, con descortesía, que aquello no me incumbía. Me quedé helado; había invertido todo mi corazón y energía en mi hijo y, de pronto, me sentía dispensable en su vida. No lograba comprender cómo seguir adelante, cómo volver a hablar con mi nuera y con mi propio hijo. Esa sombra de desdén quedó grabada en mi recuerdo, recordándome que, a veces, la tradición se enfrenta al orgullo de una generación.







