—¿Por qué pelaste tantas patatas y las metiste en un frasco de tres litros? ¿Y para qué necesitas una olla entera de cocido si vives sola? —le pregunté a mi amiga, confundida.
—Es para mi hijo. Me da pena —respondió ella, secándose el sudor de la frente—. Su mujer ni siquiera sabe preparar un té decente. Y la comida… o son platos precocinados al microondas, o piden a domicilio. Todo congelado, demasiado salado, lleno de grasa… Pero él no es de hierro. El estómago tiene un límite. Así que preparé ensalada, cocido, guardé las patatas en el frasco. Que coma algo casero, aunque sea una vez. Llega del trabajo, abre el frasco, y ya tiene la cena lista. O puede echarlo a la sartén con un poco de carne, rápido y sabroso.
Ahora les contaré esta historia desde mi perspectiva. Quizás así me entiendan mejor.
No soy de esas suegras que se meten en cada detalle de la vida de sus hijos. No me entrometo. Mi hijo eligió a su esposa. Es educada, parece buena chica… Pero no sabe cocinar. Lo peor es que no quiere aprender. Su postura es clara: “Los dos trabajamos, así que las tareas se reparten”. Cocinamos juntos. En teoría, suena bien. Pero en la práctica… fideos instantáneos, empanadillas fritas y salsas de sobre.
Todo lo hacen con prisa. Comer rápido, dormir rápido. ¿Adónde corren tanto? ¿Al Instagram? ¿Al TikTok? Ni siquiera tienen hijos. ¿Por qué no preparar una cena decente? ¿Por qué no cuidarse el uno al otro?
Me preguntarán: ¿cómo sé todo esto si no me meto en sus asuntos? Pues así: mi hijo viene a verme cada vez más seguido. Llega y me pide comida. Casual, como si nada: “Mamá, ¿tienes algo para picar?” Al principio pensé que solo quería disfrutar de mi cocido. Pero luego le pregunté directamente: “¿Acaso comes algo en tu casa?”
Y me lo confesó. Sí, cocinan. A veces. Pero casi siempre piden comida. Rápido, caro y malo. Fui a su casa un par de veces, todo olía bien, se veía bonito… Pero después me enteré: todo era entrega a domicilio. Lo calientan, lo ponen en platos… y esa es la cena.
Casi lloro. Mi hijo no es un príncipe, claro. Es un hombre que trabaja diez horas al día, llega a casa y se come una salchicha con pan. ¿Y ella? ¿Así piensa alimentar a sus hijos algún día? ¿Con hamburguesas de caja?
No, no quiero entrometerme. No voy a enseñarle a cocinar. Demasiado tarde. Si su madre no lo hizo, menos lo voy a lograr yo. Solo arruinaría la relación. ¿Para qué?
Así que hago lo que puedo. Pelar patatas, cocinar carne, guardarlo en frascos. Llega a casa y come. Yo tengo tiempo después del trabajo. ¿Qué voy a hacer, ver una serie? Prefiero hacer un cocido. No es un sacrificio, no es una mina. Es solo cariño. Cariño de madre.
Quizás digan que no debo ayudar tanto. Que es un adulto. Pero cuando llega a mi puerta, hambriento, agotado… mi corazón no aguanta. Soy su madre. Y no entiendo a estas mujeres nuevas. Cocinar no es humillación, no es una condena. Es amor. Sencillo, cálido, de cada día.
Supongo que me estoy haciendo mayor. Y no logro seguirle el paso a este mundo nuevo, donde el reparto a domicilio está más cerca que la olla.