Mi nuera ni siquiera oculta que me odia. Llamó para acusarme de intentar arruinar su matrimonio con Sergio.
Imaginad: ¡mi nuera ni siquiera trata de fingir que le caigo bien en lo más mínimo! Me lo echa en cara en cada ocasión, sin un ápice de vergüenza. Y lo más aterrador es que ¡mi hijo lo sabe! Sí, aquí estoy yo, una mujer de sesenta años de un tranquilo pueblo cerca de Valladolid, que soñaba con ser una madre y suegra cariñosa, rodeada de calidez y respeto. Siempre supe que criar a un hijo único era arriesgado. No se pueden poner todos los huevos en la misma cesta, pero ¿quién iba a pensar que se convertiría en esta pesadilla?
Mi nuera, Olga, desde el primer encuentro me pareció demasiado brusca, demasiado viva, como una tormenta imposible de apaciguar. Cuando Sergio, mi hijo, la trajo por primera vez a casa, sentí un escalofrío al mirar en sus ojos oscuros y penetrantes. Miraba como escaneando cada detalle, cada arruga mía, cada rincón del salón. La intuición me susurraba: “Cuidado”, pero lo ignoré. Decidí que eran solo nervios y traté de aceptar a la chica que mi hijo había escogido como esposa. ¿Qué podía salir mal en el primer encuentro con la futura nuera? ¡Cuánto me equivocaba!
Lo primero que noté fue su arrogancia. He leído en revistas que uno de los signos de una persona tóxica es la grosería hacia quienes están en un nivel inferior. Y a mi edad todavía creo en esas cosas. Ese día estábamos sentados en una cafetería, y Olga cayó sobre el camarero como un halcón sobre su presa. Su postre, según ella, parecía “poco apetitoso”, y exigió que se lo cambiaran, con un tono como si el chico fuera su sirviente personal. Traté de justificarla —quizás estaba nerviosa, o había tenido un mal día—. Pero ahora sé: fue la primera señal que ignoré.
Lo segundo —su apariencia—. Perdón por mencionar esto, pero su atuendo ese día fue un verdadero desafío. Un escote profundo, una falda corta —más bien un mono ajustado que apenas cubría nada. ¿Estilo deportivo? ¿Capricho de moda? No sé qué está de moda ahora, pero gritaba falta de respeto. Sabía que venía a conocerme, a la madre de su prometido, y podría haber elegido algo más modesto si me respetara, al menos un poco. Pero no, le daba igual.
Cuando se casaron y comenzaron su vida juntos, me sentí triste. Extrañaba a mi único hijo, su risa resonante en nuestra casa. Aguanté un mes sin llamarlo, sin inmiscuirme en su vida. Pero luego comencé a marcar su número poco a poco —es mi hijo, mi sangre, ¿acaso tengo que disculparme por eso? Resultó que a Olga eso le molestaba. No ocultaba su irritación y le decía a Sergio delante de mí: “Cuelga el teléfono, deja de hablar con ella”. Estaba allí, y yo escuchaba todo —cada palabra suya, afilada como un cuchillo.
No quería provocar un escándalo, pero me encontré con Sergio a solas y le pregunté directamente qué estaba ocurriendo. Él suspiró y me lo contó. Resulta que Olga tenía un pasado difícil: un exnovio, un embarazo, él la dejó sin asumir responsabilidades, y ella perdió al bebé. Después de eso, su salud mental se resquebrajó y tuvo que buscar ayuda médica. Sergio me aseguró que solo era estrés, que era temporal, que las consultas con el psicólogo lo arreglarían todo. Pero yo veía algo más: su mirada, su brusquedad —no eran solo nervios, era algo más profundo. Y no podía fingir que creía en sus palabras.
Después ocurrió la explosión. Unos días tras nuestra conversación, Olga se enteró de que Sergio había hablado conmigo sobre ella. Y ahí se desató. La llamada telefónica en mitad de la noche me sorprendió como un rayo en un cielo despejado. Gritaba, me acusaba de querer destruir su matrimonio, de ser una anciana malintencionada que deseaba deshacerse de ella. Su voz temblaba de rabia, y comprendí: ama a Sergio, pero es un amor enfermizo, aferrado, como una telaraña. La única luz en esa oscuridad son sus sentimientos verdaderos hacia él. Pero eso no me consuela.
Sergio no me defendió. No entiendo por qué mi hijo, mi niño, al que crié con tanto amor, no puede contradecirla. Es como si estuviera bajo su poder, bajo su mirada, que lo tiene atado como una correa. No me falta al respeto, pero siempre repite: “Mamá, soy adulto. Tengo mi propia familia. Yo decido cuándo llamar, cuándo ir”. Formalmente tiene razón, pero veo que es ella quien dicta las reglas. Ella gobierna sus vidas.
Por cierto, viven en su apartamento —de tres habitaciones, nuevo, con una brillante reforma. Entiendo lo importante que es la propiedad hoy en día, especialmente en la ciudad. Pero ¿vale la pena romper el lazo con la madre por eso? ¿Acaso los metros cuadrados son más valiosos que la sangre? Me hago estas preguntas, y el corazón se me encoge por el dolor.
Todavía espero que el tiempo ponga las cosas en su lugar. Quizás solo necesito tener paciencia y darles una oportunidad para resolverlo. Pero cada día veo más claramente que es hora de dejarlo ir. He hecho mi deber como madre —he criado a un hijo sano, le he dado alas. Y lo que sigue es su camino, su elección. Y aún así, en el fondo de mi ser, rezo para que esta tormenta amaine, para que volvamos a ser una familia. Pero mientras tanto, estoy al margen de sus vidas, observando cómo mi hijo se disuelve en su mundo, y no sé si tendré la fuerza para esperar el cambio.