«Mi nuera me pidió que recogiera a mi nieto del cole»: lo que escuché de la maestra. Mi corazón se encogió al instante.
Cuando llegué al cole de la infancia, esperaba una tarde más tranquila. Begoña había llamado esa mañana, suplicando que me hiciera el favor de pasar a Antonio porque se había quedado atrapada en la oficina.
Para mí era un placer adoraba esos momentos en que el pequeño se lanzaba a mis brazos, impregnado del olor a crayones y leche tibia, y sentía que aún servía de algo. Pero aquel día la directora, doña Marta, me miró con una expresión distinta.
No con esa sonrisa cortés de siempre, sino con una mezcla de cautela y preocupación que se reflejaba en sus ojos. ¿Podría quedarse un momento, por favor? preguntó cuando Antonio salió corriendo a la taquilla por su chaqueta. Necesito decirle algo.
Sentí cómo se aceleraba mi pulso. No sabía qué esperar: tal vez Antonio había empujado a otro niño, o había dibujado algo indebido. Pero las palabras que siguió dejaron mis piernas temblorosas.
Doña Marta habló despacio, clavando su mirada en la mía: En los últimos días Antonio ha repetido varias veces cosas que me han inquietado. Me contó que por las noches a veces le da miedo estar en su habitación porque «papá grita muy fuerte y mamá llora».
Y que a veces quisiera vivir conmigo. Contuve el aliento. Intenté ordenar mis pensamientos, pero sólo sentí un nudo apretado en el estómago.
En el regreso a casa Antonio hablaba como siempre, contándome su dibujo, el nuevo juego en la sala y la pegatina que le habían premiado. Yo escuchaba su voz, y cada frase de la maestra resonaba en mi interior como un eco que no dejaba espacio.
Por un lado, ¿podría estar exagerando? Los niños a veces inventan, colorean la realidad. Por otro, si dice la verdad, ¿qué ocurre en esa casa cuando se cierran las puertas?
Esa noche, sentada en el sillón, intentaba armar un plan. Podría llamar al hijo al instante, preguntarle directamente. Pero sabía que, si la tensión era alta, esa llamada sólo echaría más leña al fuego.
Podría hablar con Begoña, pero ¿se abriría? Tal vez se sentiría juzgada. Sin embargo, algo había que hacerse: la noche en que mi nieto temiera su propio hogar era insoportable para una abuela.
Al día siguiente propuse acoger a Antonio durante la noche. Begoña aceptó, alegando la sobrecarga de trabajo. Cuando la oscuridad cayó y armábamos rompecabezas en el salón, le pregunté suavemente: Antonio, la maestra me contó que a veces te asusta tu habitación. ¿Por qué?
Antonio me miró serio, como si hablase con un adulto. Porque papá le grita a mamá. Mucho. Y a veces cierra la puerta de golpe y se va. Entonces mamá llora y dice que está triste. Un nudo se me formó en la garganta. No eran fantasías infantiles, era la cruda realidad que él vivía sin comprenderla.
En los días siguientes observé con más atención a la familia de mi hijo. Noté que Begoña se volvió más reservada y que mi hijo, José, estaba irritable. Las conversaciones se acortaban, a menudo frías. Me convencía de que algo ocurría y que Antonio no era el único que sufría. Pero, ¿cómo ayudar sin entrometerme hasta el punto de romper los lazos?
Una tarde invité a Begoña a tomar un café. Empezamos hablando de cosas triviales, pero al final dije: Me preocupa, no por mí, sino por ustedes, por Antonio. Vi que intentó negarlo, pero sus ojos se nublaron de lágrimas.
Es un momento duro susurró. Nos peleamos mucho. A veces, con Antonio sé que está mal, pero ya no sé cómo actuar. Fue la primera respuesta sincera que escuché.
Un silencio pesado se instaló, sólo interrumpido por el tintineo de la cuchara contra la taza. Observé sus manos temblar ligeramente, su mirada fija en el vapor que ascendía del café, como si buscara en él una respuesta a todas sus preguntas.
Sabes empezó tras un suspiro, con voz casi un murmullo a veces pienso que si no fuera por Antonio, ya habría dejado todo. Pero cuando lo veo dormido, temo romperle la vida. Entonces entonces sigo aquí.
Sentí un nudo en la garganta. Quise decirle que vivir en esa tensión también podía quebrar a un niño, pero vi que ella ya lo sabía, solo que todavía no hallaba fuerzas para decirlo en voz alta.
Le extendí la mano y cubrí su palma con la mía. Mira, no sé qué decidirán, pero quiero que sepas que tienes un aliado en mí. Antonio siempre podrá quedarse conmigo, a cualquier hora. Incluso en mitad de la noche.
Sus ojos se llenaron de lágrimas, pero ahora acompañaba una ligera luz de alivio. Como si, por primera vez en mucho tiempo, alguien le hubiera dicho que no estaba sola.
Regresé a casa con el corazón pesado, pero con la certeza de haber hecho algo importante. Sabía que no repararía su matrimonio, ni acallaría todos los gritos, ni detendría todas las lágrimas.
Pero podía ser un refugio seguro para Antonio. Un lugar al que volver, donde nadie levante la voz, donde el aroma del bizcocho recién horneado inunde la casa y, al caer la noche, se lean cuentos de hadas antes de dormir.
Quizá ese sea ahora mi papel: no salvar a los adultos a cualquier precio, sino proteger en ese pequeño chico lo que más vale, la certeza de que existe un hogar donde siempre le espera alguien que lo ama sin condiciones.