Mi marido trajo a una compañera a nuestra mesa de Nochevieja y les pedí a ambos que se marcharan

31 de diciembre

No sé si podré plasmar todo lo que pasó esta noche, pero siento que lo necesito: necesito ordenarlo en mi cabeza, escribirlo, porque ha sido el fin (o el principio) de algo importante. Quedan unas horas para la medianoche, y a mí se me ha caído el mundo por completo, pero, paradójicamente, también siento por fin una extraña ligereza.

Por la tarde, me encontraba en la cocina, como cada Nochevieja. ¿Dónde has puesto las servilletas, Isabel? Te pedí que sacaras las de bordado plateado, que pegan más con el mantel me escuché refunfuñar mecánicamente, aunque solo estaba yo en la cocina, cortando limón tan fino que casi me temblaban las manos. Mi marido, Fernando, debería haber estado ya en casa, viendo el programa de Nochevieja, pero hoy se retrasaba. Me había dicho que pasaría por la oficina porque se había dejado mi regalo y luego vendría directo. Sonreí: alguna tontería especial traería, seguro. Este año celebrábamos nuestras bodas de plata, veinticinco años juntos, y queríamos una celebración tranquila, solo los dos, sin hijos (que ya tienen su vida), sin ruidos ni compromisos.

El piso estaba reluciente. Había cocinado mi mejor plato: pato asado con manzanas reineta, una receta familiar típica en estas fechas. El árbol de Navidad, con luces blancas y rojas, llenaba el salón de una calidez muy especial. Todo estaba dispuesto para una noche mágica.

Por fin oí el cerrojo en la puerta. Me coloqué bien el pelo, me quité el delantal para mostrar mi vestido de terciopelo granate, y salí al recibidor. Iba a decir alguna broma cariñosa, pero las palabras se me atragantaron. Fernando no venía solo. A su lado, sacudiendo la nieve del borde de su abrigo de visón, apareció una mujer joven, pelirroja, guapísima, labios rojos, sonrisa brillante. Llevaba una bolsa de mandarinas, pero lo que verdaderamente me llamó la atención fue el tono jovial y algo desafiante con que entró.

¡Isa, que tenemos compañía! dijo Fernando, demasiado alto para nuestro silencioso piso antiguo. Te presento: esta es Mónica Domínguez, nuestra nueva responsable administrativa.

Me quedé quieta, intentando entender, con el corazón dándome un vuelco. Veinticinco años de matrimonio, una velada para dos… ¿y ahora esto?

Buenas noches logré decir al fin. No… No esperábamos a nadie, la verdad.

Mónica, segura, me ofreció la mano con un guante de piel.

¡Ay, Isabel! Es que ha sido de película. Fernando bueno, el señor Muñoz, me ha salvado. Mi casa se ha inundado por un problema de tuberías. Sin calefacción, sin luz, que hasta el tercer día no arreglan nada, y estoy sola en Madrid. ¿Dónde iba a ir en Nochevieja? Me daba algo sola.

Mientras, Fernando se quitaba los zapatos con torpeza, pero con expresión terca. Me lo soltó todo atropellado: que la había encontrado llorando en la oficina y no podía dejarla sola, que era un caso especial y qué mejor que abrirle la puerta de casa el último día del año.

Sentía cómo se me velaba la vista, pero logré conservar la compostura.

Pasad, claro dije con voz seca, casi desconocida.

Mónica no perdió tiempo: se adentró en el piso, inundando el ambiente con perfume dulzón carísimo, ahogando el olor a pato asado y a pino fresco.

¡Qué monada de piso! exclamó, recorriéndolo con la mirada. Muy vintage todo. Me recuerda al piso de mi abuela en Burgos. Muy castizo, como un museo de los años 70.

Apreté los dientes. El aparador era italiano, de roble macizo, y no tenía ni cinco años, pero no pensaba justificarme ante alguien capaz de decir ese tipo de cosas de mi casa.

Fernando, ayuda a la invitada con el abrigo, por favor dejé caer, y volví rápidamente a la cocina. Respiré profundamente, los nervios me hacían temblar las manos.

Poco después apareció Fernando a la carrera.

Isa, por favor, no es momento de ponerse así. Es Nochevieja, no me dejes mal delante de la empresa. Ella no tiene familia aquí ¿qué iba a hacer? Que cene, que tome algo, al acabar la llevo a un hotel o la dejamos en el sofá si hace falta…

¿En el sofá? le corté, con el cucharón apretado en la mano. Íbamos a pasar este día solos, Fernando. Has traído a una desconocida y desde que ha entrado no para de hacer comentarios fuera de tono. ¿Museo, ha dicho?

¡Isa, mujer! Es joven y espontánea. Venga, por favor. No me hagas quedar mal. Después dirá que la he dejado tirada en plena Nochevieja; tengo que seguir trabajando con ella.

No reconocía al hombre que tenía delante, tan atento y cariñoso que siempre había sido. Veía a un tipo entrado en años intentando impresionar a una veinteañera a costa de su esposa.

Vale, que se quede cedí al fin. Pero si vuelve a decir algo de mi casa, no respondo.

Fernando soltó un suspiro aliviado y trató de besarme, pero me aparté.

Ve a atender a tu espontaneidad. Yo pongo el tercer cubierto.

La cena comenzó con una tensión insoportable. Yo colocaba los platos en silencio, resignada, mientras Mónica, ya sin abrigo, lucía un vestido ceñido de escote exagerado, tan poco apropiado para una casa familiar. Se sentó cruzando la pierna, copa en la mano.

Fer, ¿abrimos ya el cava, para despedir el año viejo? dijo, con mirada zalamera Es que muero de sed.

Fer. Estuve a punto de dejar caer la ensaladera. Dejé la ensaladilla rusa en la mesa bastante fuerte.

En esta casa el cava se abre cuando tocan las campanadas respondí tajante. De momento, podéis tomar mosto de uvas. Es casero.

Mónica puso cara de asco.

¿Mosto? Qué cuqui. Pero solo tomo brut nature, el dulce es, dicen, para quienes no tienen paladar.

Fernando se apresuró a ofrecer licor.

En la alacena tengo un brandy excelente. ¿Quieres un poco, Moni?

Sólo una gota Para entrar en calor, que aquí hace fresquito, ¿eh? ¿Ahorráis en calefacción?

Me senté frente a ellos. Era una extraña en mi propia mesa. Fernando le servía, reía, contaba anécdotas y Mónica se reía a carcajadas, demasiado alto, demasiado falso.

Oye, Isabel, ¿y tú no trabajas? me preguntó, de repente, con un trozo de canapé aún en la boca.

Sí. Soy jefa de producción en una chocolatera.

¿Sí? Pues pareces tan… hogareña. Como esas mujeres de toda la vida, esperando que vuelva el marido. Fernando contó que tienes manos de oro, aunque a veces no hay tema de conversación, pero haces una repostería deliciosa.

Enmudecimos. Televisor y reloj eran los únicos testigos del absurdo. Fernando se atragantó con el brandy y empezó a toser.

¡Eso no lo he dicho! protestó, dándole golpes al pecho. Te confundes, Moni…

Dejé el tenedor. Me quedé helada. Todas mis ilusiones de la velada se esfumaron de pronto: resulta que cocino bien, pero no doy conversación, que la casa es un museo y que mi vida, según mi marido y su colega, es rutinaria y carente de chispa.

Continúa, Mónica, ¿qué más cuenta Fernando de mí? dije, helada.

Mónica quiso recular, pero fue a peor.

¡Ay, mujer, no te lo tomes así! Los hombres siempre buscan chispa. Fernando en la fiesta del viernes estuvo, vamos, bailando como nadie. Hicimos una conga… Decía en casa no bailo así, mi mujer se cansa, le duelen los pies.

Miré mis pies, que solo me dolían de estar dos días de pie en la cocina para su bendita cena.

Fernando era un guiñapo, sabiendo que el desastre era inevitable, incapaz de pararlo.

¡Venga, brindemos! propuso, forzando una alegría inexistente.

Un momento interrumpí. ¿Y esas tuberías rotas, Mónica? ¿Qué ha pasado exactamente?

¿Las tuberías? Ah, sí, sí Un desastre, salió agua hirviendo, todo chorreando. Me asusté tanto que llamé a Fernando Bueno, a don Fernando Muñoz, que es muy apañado no como mi ex.

Curioso reflexioné en voz alta. Hace un frío tremendo en la calle. Si tu vivienda se hubiera inundado ahora, y encima sin calefacción, ahora tendrías el pelo hecho polvo, la ropa empapada y olerías a humedad. Pero solo hueles a salón de belleza y a ganas de llevarte a un hombre ajeno.

Mónica enrojeció.

¡Pero bueno! ¡Cómo te atreves! ¡Soy la invitada! ¡Fernando, dile algo!

Fernando ni se atrevía a mirarme.

Isa, venga, no seas así Quizá le dio tiempo a cambiarse…

Cállate, Fernando le corté sin alzar el tono. Veinticinco años aguantando tus miraditas, tus horas extra falsas. Esperando que valoraras la familia que hemos construido. Creía que éramos compañeros, pero resulta que para ti solo soy una maruja aburrida.

Me acerqué a la ventana y descorrí la cortina. Fuera, algún grupo lanzaba petardos en la plaza.

Esto se acabó dije. Mónica, coge tus cosas y fuera.

Mónica se disponía a rechistar, pero la detuve con la mirada. Vio en mis ojos una decisión férrea y, por primera vez, la vi insegura. Se levantó y fue al recibidor.

Estás loca masculló, poniéndose el abrigo. Fer, me voy en taxi. Quédate con tu problemón de mujer.

Cerró la puerta de un portazo, dejando olor a perfume y a podredumbre moral.

Fernando se quedó parado, con mi bolsa de viaje (que iba a usar para llevar regalos a los nietos) entre las manos.

Isa… ya está. Se ha ido. ¿Lo olvidamos todo y cenamos? Que se enfría el pato…

Cogí la bandeja de la encimera. El aroma de canela y manzana llenó la casa. Pero aquel olor, mi favorito, ahora me revolvía el estómago.

¿Olvidar? ¿Traes a tu amante la noche de nuestras bodas de plata, la dejas hablar de mí como si nada y querías que ponga buena cara?

Le entregué la bolsa.

Vete de casa, Fernando. No estoy de broma. Si no te vas, llamo a la Policía: estás borracho y me siento amenazada. Créeme, me harán caso.

Por una vez, me creyó. Comenzó a meter las cosas en la bolsa a toda prisa. Salió con el abrigo mal puesto, arrastrando la bolsa con cara desencajada.

Te arrepentirás, Isabel. Con cincuenta años nadie te va a querer. Te vas a quedar sola.

Me tengo respondí, cerrando de dos vueltas el cerrojo.

El silencio me abrazó. Me dejé caer al suelo, pegada a la puerta. No lloré. Sentí, simplemente, la ausencia de un mueble viejo y horrible que, al desaparecer, te deja por fin espacio y aire.

Me levanté y, ya en la cocina, recogí la mesa. Tiré la copa de Mónica, con la marca de carmín, al cubo; la siguió el plato de Fernando. Limpié la mesa y puse solo mi plato de porcelana favorito.

Llené mi copa de cava helado. En la tele, el presidente pronunciaba el discurso de Nochevieja. Las campanadas estaban cerca. El año acababa llevándose mis mentiras y devolviéndome mi dignidad.

Feliz año nuevo, Isabel me dije ante el reflejo oscuro de la ventana mientras cortaba la mejor parte del pato, rellenaba una porción de ensaladilla y brindaba.

Un mensaje de mi hija, Lucía: ¡Feliz año, mamá! Papá y tú sois los mejores. ¡La semana que viene estaremos todos!.

Sonreí. Lo importante estaba ahí: mis hijos, mis nietos, mi trabajo, mi casa, mi vida. Lo demás… sobra.

Disfruté del cava, del silencio, de la paz. Por primera vez en años, nadie me pedía nada. Nadie exigía más vino, más pan, más conversación.

Afuera, los vecinos celebraban. Yo celebraba mi libertad.

Guardé con mimo las sobras en tuppers. Mañana las llevaría a la portera, doña Angelines, y al barrendero del barrio, Antonio. Gente buena. Que celebren también.

El resto del pato, para mí. Me lo merezco.

Me lavé la cara bien, me miré en el espejo. Ahí estaba yo: ni maruja, ni señora de bata. Una mujer guapa, cansada, pero viva.

¿Le faltaba chispa a tu vida, Fernando? me sonreí. Ahora tendrás toda la chispa que quieras: busca piso, ve a abogados, habla con los hijos. Yo, al menos, tengo mi paz.

Me acosté ocupando por fin toda la cama. Olía a lavanda, a sábanas limpias.

Por la mañana, aún de madrugada, lo primero que pensé fue que no tenía que preparar el desayuno de nadie. Solo me apetecía un café y un pastel en la nueva pastelería de la plaza. Y era una buena idea.

No sé qué vendrá: divorcio, discusiones, papeleo. Pero eso será más adelante. Hoy, por fin, el día es solo mío. Nadie me volverá a llamar museo ni a decir que mi vida no tiene sabor.

Y eso es suficiente para empezar bien este año.

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MagistrUm
Mi marido trajo a una compañera a nuestra mesa de Nochevieja y les pedí a ambos que se marcharan