Mi marido se encerraba en el baño cada noche durante dos horas: una noche cogí una linterna, me acerqué a mirar y encontré un agujero tras los azulejos con extrañas bolsas dentro.
Últimamente, mi esposo se comportaba de manera cada vez más extraña. Al principio, creí que tenía una amante. Por las noches desaparecía, y en casa se quedaba callado durante largo rato, como si estuviera pensando en algo. Luego me di cuenta: no se trataba de otra mujer.
Todos los días se encerraba en el baño. Cerraba la puerta, abría el grifo para ahogar el ruido y podía pasar hasta dos horas allí. Nunca llevaba el teléfono, así que seguro que no hablaba con nadie. Varias veces le pregunté:
¿Qué haces ahí tanto tiempo?
Y siempre recibía la misma respuesta brusca:
Nada, no es asunto tuyo.
Mi curiosidad crecía, y con ella, el miedo. ¿Qué escondía? ¿Por qué actuaba así?
Una noche, cuando él se durmió, decidí arriesgarme. Cogí una linterna para no encender la luz y me colé en el baño. Todo parecía normal. Azulejos limpios, bañera blanca, el habitual olor a jabón.
Pero entonces noté algo raro.
En la pared, detrás del retrete, había arañazos y grietas. Aunque habíamos reformado el baño hacía poco ¿de dónde habían salido?
Toqué un azulejo. Se movió. Un tirón, y el trozo cayó al suelo, dejando al descubierto un agujero negro en la pared. Me quedé helada, el corazón latiéndome con fuerza. Había algo escondido dentro. Metí la mano y saqué una bolsa de plástico. Y luego otra.
Mis manos temblaban. Rompí la envoltura y casi me desmayé del terror. Dentro había joyas de mujer: anillos, pulseras, collares pero todos manchados de pardo y rojo. Sangre seca. En un anillo incluso quedaba enredado un mechón de pelo ajeno.
Me entraron náuseas. Más tarde supe que mi marido traía esos objetos de escenas de crímenes. No sé cuántas mujeres fueron sus víctimas, pero cada joya era un trofeo, un recordatorio de sus horribles actos.
Rápidamente, casi en pánico, volví a meter todo en las bolsas, las escondí en el agujero y coloqué de nuevo el azulejo.
Aquella noche no pegué ojo. Me acosté a su lado, escuchando su respiración tranquila mientras las imágenes de las joyas ensangrentadas danzaban en mi mente. Me di cuenta: el hombre que dormía junto a mí era un monstruo.
Por la mañana no le dije nada. Hice las maletas, cerré la puerta de golpe y me dirigí a la comisaría. No volví a verlo, pero estoy segura de que lo arrestaron.