Mi marido nos abandonó en un pueblo abandonado con nuestros tres hijos, y una semana después descubrí algo que cambió mi vida para siempre

«¿Qué has dicho?» Ana se quedó helada, sintiendo un escalofrío en el interior. Sergio estaba junto a la puerta, agarrando con fuerza un manojo de llaves. Su rostro, normalmente animado, se había congelado en una máscara de irritación.

«No puedo seguir viviendo así», repitió con un tono carente de emoción. «Ni yo, ni mamá. Haz las maletas y llévate a los niños a Valdelinares. La casa de la abuela sigue en pie, el tejado está bien. Os las arreglaréis de alguna manera».

Ana lo miró como si fuera un desconocido. Diez años de vida juntos, tres hijos, y este era el veredicto. Un pueblo moribundo, donde apenas quedaban unas cuantas casas, sin tiendas y sin carreteras decentes.

«Por qué», empezó, pero él la interrumpió.

«Porque estoy harto», dijo Sergio, desviando la mirada. «De los reproches constantes, de los lloriqueos, de que tú solo te quedes en casa con los niños. Mamá tiene razón: te has convertido en una gallina cloqueante. Ya no reconozco a la mujer con la que me casé».

Las lágrimas le quemaban la garganta, pero Ana las contuvo. Los niños dormían tras la paredLucía y Pabloy el mayor, Javier, probablemente lo había escuchado todo.

«¿Dónde voy a trabajar? ¿De qué vamos a vivir?», preguntó con un hilo de voz. Sergio arrojó un sobre sobre la mesa.

«Ahí hay dinero para empezar. Y los documentos de la casalleva tiempo a tu nombre. Si eres tan independiente, demuéstralo ahora».

Dio media vuelta y, sin añadir ni una palabra más, abandonó la habitación. Un minuto después, la puerta de entrada se cerró de golpe.

Ana se dejó caer lentamente en una silla. Un recuerdo absurdo rondaba su cabeza: «Horneé su tarta de manzana favorita. Para el desayuno».

La casa les recibió con un frío húmedo. Ana entró cargando a Lucía, medio dormida, y sintió cómo el corazón se le encogía. Su infancia había transcurrido aquívisitas de verano a su abuela, el olor a pan recién hecho, hierbas en el desván, manzanas en la bodega. Ahora solo había polvo, telarañas y un sabor a abandono.

Javier, serio más allá de sus años, entró y abrió las contraventanas. Por los cristales sucios se colaban los rayos del sol de abril, iluminando las motas de polvo en el aire.

«Aquí hace frío», se quejó Pablo, abrazándose a sí mismo.

«Enciendo la chimenea y se calentará», dijo Ana, intentando sonar segura. «Javier, ¿me ayudas?». El niño asintió sin mirarla. Llevaba callado desde que escuchó la última conversación de sus padres.

Afortunadamente, la vieja chimenea seguía funcionando. Cuando las llamas empezaron a lamer los troncos de pino y el calor llenó la estancia, Ana se relajó un poco.

«Mamá, ¿nos quedaremos mucho tiempo aquí?», preguntó Pablo, examinando viejas fotografías en la pared.

«No lo sé, cariño», respondió con honestidad. «Primero nos instalaremos, luego ya veremos».

Pasaron la primera noche todos juntos en la cama ancha de la abuela. Los niños se durmieron rápido, agotados por el viaje. Ana, sin embargo, permaneció despierta, mirando al techo, preguntándose cómo había llegado a ese destino.

Por la mañana, liberándose del abrazo de los niños dormidos, salió al patio. La parcela estaba invadida por malas hierbas. Los manzanos, que antes daban abundantes cosechas, ahora lucían retorcidos, con ramas rotas. El viejo cobertizo se inclinaba peligrosamente, y el pozo estaba cubierto de musgo.

Ana observó su nuevo dominio y, para su propia sorpresa, soltó una risa amarga y desesperada. Este era su legado. Su nuevo comienzo.

Los primeros días en el pueblo parecieron una pesadilla interminable. Cada mañana despertaba esperando encontrarse en el piso, escuchar el ruido de la cafetera y la voz de Sergio.

«Mamá, ¿cuándo vendrá papá a buscarnos?», preguntaba Lucía, acostumbrada a los paseos dominicales con su padre.

«Pronto, cielo», respondía Ana, sin saber cómo explicar lo que ella misma no entendía.

El teléfono permanecía en silencio. Sergio ignoraba sus llamadas. Una vez, recibió un mensaje breve: «Tienes todo lo necesario. Dame tiempo».

Tiempo. ¿En qué confiaba? ¿En que se daría cuenta de lo mal que estaba sin su familia? ¿O en que, por el contrario, los borraría por completo de su vida?

Al final de la primera semana, quedó claro que el dinero que Sergio les dejó no duraría mucho. La chimenea necesitaba arreglos, el tejado got

Rate article
MagistrUm
Mi marido nos abandonó en un pueblo abandonado con nuestros tres hijos, y una semana después descubrí algo que cambió mi vida para siempre