Mi marido me forzó a firmar el divorcio en mi lecho de hospital, pero jamás imaginó quién acabaría siendo el verdadero abandonado…

La habitación del séptimo piso en un hospital privado de Madrid estaba en un silencio inquietante. El monitor cardíaco emitía un pitido constante, y la luz blanca iluminaba el rostro pálido de Lucía, quien acababa de salir de una cirugía por un tumor de tiroides. Apenas despertaba de la anestesia cuando vio a su marido, Álvaro, plantado al pie de la cama, sosteniendo un montón de papeles.

¿Ya estás despierta? Bien, firma aquí dijo con voz fría, sin rastro de empatía.

Lucía, aturdida, musitó:
¿Qué qué son estos papeles?

Álvaro se los acercó con brusquedad.
El divorcio. Ya está todo listo. Solo falta tu firma.

Lucía se quedó paralizada. La garganta le ardía por la operación, y las palabras no le salían. Sus ojos reflejaban dolor y desconcierto.

¿Esto es una broma?

No bromeo. Ya te lo dije. No quiero pasar la vida con una mujer enferma. Estoy harto de cargar solo con todo. Tú también deberías dejarme vivir como siento.

Lo dijo con tranquilidad, como si hablara de cambiar de móvil y no de abandonar a la mujer con la que había compartido diez años.

Lucía sonrió con amargura, y las lágrimas resbalaron por sus mejillas.
Así que esperaste a que estuviera indefensa para obligarme a firmar.

Álvaro guardó silencio un momento antes de asentir.
No me eches la culpa. Esto tenía que pasar. Hay otra persona. Ya no quiere esconderse.

Lucía apretó los labios. El dolor de la cirugía no se comparaba con el que desgarraba su corazón. Pero no gritó. Solo preguntó en un susurro:
¿Dónde está el bolígrafo?

Álvaro se sorprendió.
¿De verdad vas a firmar?

¿No lo dijiste tú? Esto tenía que pasar.

Él le puso el bolígrafo en la mano. Con dedos temblorosos, Lucía firmó.
Listo. Espero que seas feliz.

Gracias. Te mandaré tu parte de los bienes. Adiós.

Álvaro se dio la vuelta y salió. La puerta se cerró tras él, suave y siniestramente. Pero menos de tres minutos después, se abrió de nuevo. Era el Dr. Javier, su mejor amigo desde la universidad y el médico que la había operado. Llevaba un expediente y un ramo de claveles blancos.

Me dijeron que Álvaro estuvo aquí.

Lucía asintió, esbozando una sonrisa leve.
Sí. Vino a divorciarse.

¿Estás bien?

Mejor que nunca.

Javier se sentó a su lado, dejó las flores en la mesilla y le entregó un sobre.
Es el borrador del divorcio que me mandó tu abogada. Me pediste que, si Álvaro venía con los papeles, te diera esto para firmar.

Lucía lo abrió y estampó su nombre sin dudar. Alzó la vista hacia Javier, con los ojos brillantes.
A partir de ahora, solo viviré para mí. No más fingir ser la esposa perfecta o ocultar que sufro.

Estoy aquí dijo él. No para ocupar su lugar, sino para acompañarte si me necesitas.

Lucía asintió. Una lágrima cayó, pero no era de dolor. Era de alivio.

Una semana después, Álvaro recibió un paquete. Eran los papeles del divorcio, firmados. Incluía una nota escrita a mano: *”Gracias por irte. Así dejé de aferrarme a alguien que ya me había soltado. La abandonada no soy yo. Eres tú, porque perdiste para siempre a quien te amó sin condiciones.”*

En ese momento, Álvaro lo entendió: él, que creyó tener el control, era en realidad el verdadero abandonado.

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Mi marido me forzó a firmar el divorcio en mi lecho de hospital, pero jamás imaginó quién acabaría siendo el verdadero abandonado…