Mi marido me abandonó en un pueblo olvidado con tres hijos, y una semana después descubrí algo que cambió mi vida para siempre

Oye, te cuento esta historia como si estuviéramos tomando un café en la plaza, ¿vale?

“¿Qué has dicho?” Ana se quedó paralizada, sintiendo un escalofrío. Javier estaba en la puerta, apretando un manojo de llaves. Su rostro, normalmente animado, mostraba una expresión de irritación.

“No puedo seguir así”, repitió con voz fría. “Ni yo, ni mi madre. Haz las maletas y llévate a los niños a Valdehermoso. La casa de la abuela sigue en pie, con el tejado intacto. Os las arreglaréis”.

Ana lo miró como si fuera un extraño. Diez años juntos, tres hijos, y este era su veredicto. Un pueblo casi abandonado, sin tiendas y con calles llenas de baches.

“¿Por qué?” empezó, pero él la interrumpió.

“Porque estoy harto”, dijo Javier, apartando la mirada. “De tus reproches, de que solo te dediques a los niños. Mi madre tiene razón: te has convertido en una gallina cloquera. Ya no reconozco a la mujer con la que me casé”.

Las lágrimas le quemaban la garganta, pero Ana las contuvo. Los niños dormían al otro lado de la pared: Lucía y Pablo, y el mayor, Álvaro, probablemente lo había oído todo.

“¿Y de qué vamos a vivir?”, preguntó con voz temblorosa. Javier tiró un sobre sobre la mesa.

“Ahí hay dinero para empezar. Y los papeles de la casa, que ya están a tu nombre. Si eres tan independiente, demuéstralo ahora”.

Dio media vuelta y se marchó sin decir nada más. La puerta se cerró de golpe.

Ana se dejó caer en una silla. Un recuerdo absurdo le vino a la mente: “Le había hecho su tarta de manzana favorita. Para desayunar”.

La casa olía a polvo y humedad. Ana entró con Lucía dormida en brazos y le dio un vuelco al corazón. Aquí había pasado veranos con su abuela, oliendo a pan recién hecho y a hierbas del desván. Ahora solo había telarañas y abandono.

Álvaro, serio para su edad, abrió las contraventanas. La luz del sol de abril se colaba por los cristales sucios, iluminando el polvo en el aire.

“¡Hace frío!”, se quejó Pablo, abrazándose a sí mismo.

“Encenderemos la chimenea y se calentará”, dijo Ana, intentando sonar segura. “Álvaro, ¿me ayudas?”. El niño asintió sin mirarla. Llevaba días callado desde que escuchó la discusión.

Por suerte, la vieja chimenea aún funcionaba. Con las llamas crepitando y el calor extendiéndose, Ana respiró aliviada.

“Mamá, ¿nos quedaremos mucho tiempo aquí?”, preguntó Pablo, mirando fotos antiguas en la pared.

“No lo sé, cariño”, respondió con honestidad. “Primero nos instalaremos, luego decidiremos”.

Pasaron la primera noche juntos en la cama grande de la abuela. Los niños, agotados, se durmieron rápido. Ana, en cambio, se quedó mirando al techo, preguntándose cómo había llegado a esto.

Por la mañana, salió al patio. El jardín estaba lleno de maleza. Los manzanos, antes frondosos, ahora tenían ramas rotas. El pozo cubierto de musgo.

Ana contempló su nuevo “reino” y, para su sorpresa, soltó una risa amarga. Este era su comienzo.

Los primeros días fueron un infierno. Cada mañana esperaba despertar en su piso de la ciudad, oyendo la cafetera y la voz de Javier.

“Mamá, ¿cuándo vendrá papá?”, preguntaba Lucía, acostumbrada a sus paseos dominicales.

“Pronto, cielo”, contestaba Ana, sin saber qué más decir.

El teléfono no sonaba. Javier ignoraba sus llamadas. Una vez, un mensaje breve: “Tienes todo lo necesario. Dame tiempo”.

¿Tiempo para qué? ¿Para darse cuenta de que los extrañaba? ¿O para borrarlos de su vida?

Al final de la semana, el dinero se acababa. La chimenea necesitaba reparaciones, el tejado gotaba y había que comprar comida. Pero lo peor: no había trabajo en el pueblo.

“¿Por qué no volvéis a la ciudad?”, sugirió Doña Carmen, una de las pocas vecinas.

Ana negó con la cabeza. “No hay adónde volver. Aquí, al menos, tenemos un techo”.

Decidió limpiar el huerto. La tierra, abandonada, estaba llena de hierbajos, pero Ana recordaba lo generoso que había sido.

“Álvaro, ¿me ayudas?”.

Trabajaron juntos, arrancando raíces. Sus manos, acostumbradas a tareas domésticas, pronto se llenaron de ampollas. Por la noche, le dolía la espalda como si le hubieran dado una paliza.

“Mamá”, Álvaro rompió su silencio de días. “¿Por qué hacemos esto?”.

“Para plantar patatas, zanahorias”.

“No, me refiero ¿por qué estamos aquí? ¿Qué pasó entre tú y papá?”.

Ana se enderezó. ¿Cómo explicarle que su padre los había abandonado? ¿Que quizás había otra mujer?

“Los adultos a veces necesitan separarse para entender”.

“si se quieren”, terminó Álvaro con amargura. “¿Es por esa señora? ¿La que vino a nuestra fiesta?”.

Ana se quedó helada. Valeria, elegante, la “compañera de trabajo” de Javier.

“Tal vez”, admitió. “Pero tu padre os quiere a los tres. Y yo haré todo lo posible para que estéis bien, incluso aquí”.

Álvaro la miró fijamente, luego la abrazó con fuerza.

“Lo conseguiremos, mamá”, dijo con determinación. “Tú y yo. Y criaremos a los pequeños”.

Esa noche, Ana miró las estrellas desde la ventana. Por primera vez, no sintió desesperación, sino una extraña paz. Como si la tierra bajo la casa le diera fuerzas.

Al día siguiente, mientras cavaban, la pala de Ana chocó con algo metálico. Una moneda antigua, dorada, con el perfil de un rey.

“¿Es un tesoro?”, susurró Lucía.

“No lo creo”, sonrió Ana, pero algo en su interior le decía que era importante.

Para el anochecer, habían encontrado doce monedas más.

Ana pasó la noche en vela. Si eran de oro, ¿cuánto valdrían? ¿De dónde habían salido?

Llamó a su tío Antonio, hermano de su padre.

“¿Monedas de oro del siglo XIX? ¡Ana, eso es un tesoro!”, exclamó.

Le explicó la historia: su bisabuelo, un hombre rico, había escondido su fortuna antes de que los revolucionarios lo mataran. La tierra pasó a su abuela Vera, y ahora era suya.

“Hay leyendas sobre ese tesoro”, dijo Antonio. “Nadie supo nunca dónde estaba”.

Al día siguiente, encontraron más monedas bajo un manzano. Luego, un viejo cofre enterrado. Dentro, bolsas llenas de joyas y más oro.

“¿Mamá, somos ricos?”, preguntó Pablo.

“No lo sé”, respondió Ana. “Pero tenemos oportunidades”.

Decidió no venderlo todo. Quería crear un museo en Valdehermoso, contar la historia de su familia. Declaró el hallazgo al Estado, recibió su parte y usó el dinero para revitalizar el pueblo.

Un año después, el museo “Historia de los Mendoza” abría sus puertas. El pueblo renacía: casas restauradas, un molino convertido en atracción turística. Ana dirigía una biblioteca-café donde los vecinos se reunían.

Javier apareció un viernes, como solía hacerlo desde que empezó a visitarlos cada fin de semana.

“Hola, directora favorita”, sonrió.

Habían reconstruido su relación poco a poco. Él, que antes despreciaba la vida rural, ahora disfr

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Mi marido me abandonó en un pueblo olvidado con tres hijos, y una semana después descubrí algo que cambió mi vida para siempre