Dime que no hablas en serio, Álvaro. Por favor, dime que es una broma de mal gusto o que he entendido mal por el ruido del grifo.
Marina cerró el agua del fregadero y se secó las manos con el paño de cocina, girándose despacio hacia su marido. La cocina olía a verduritas hervidas, a eneldo fresco y a las inevitables mandarinas de diciembre, aromas del hogar en esas horas previas a la Nochevieja. Faltaban solo seis horas para que el reloj de la Puerta del Sol marcara el nuevo año. En la encimera se apilaban los ingredientes picados para la ensaladilla rusa, el horno acogía un pato con manzanas que casi terminaba su asado, y en la nevera reposaba un flan de ternera preparado con esmero desde la noche anterior.
Álvaro, plantado en el quicio de la puerta, balanceaba el peso de un pie a otro con esa expresión de culpa que solo adoptaba cuando él mismo era consciente del disparate, pero aun así no daba marcha atrás.
No empieces, Marina, por favor suplicó con esa voz suave y melosa de quien quiere evitar un conflicto. A Inés se le ha inundado la casa. Bueno, no exactamente, pero no tienen agua ni calefacción. ¿Puedes imaginarte una noche así de fría con los niños aguantando en casa? No podía decir que no. Son mis hijos.
Tus hijos, claro respondió Marina, intentando sonar serena mientras la rabia le apretaba el pecho. ¿Y Inés? ¿También es tu hija? ¿Por qué no puede irse donde su madre, o a casa de alguna amiga, o a un hotel? Los quinientos euros de pensión que le das bien le sirven para un hotel céntrico.
Álvaro desvió la mirada, incómodo.
Su madre está en Benidorm, las amigas se han ido fuera, y ya sabes es noche familiar, Marina. A los niños les hace ilusión cenar y ver los fuegos contigo y conmigo. Hay sitio de sobra aquí, la casa es grande.
Marina miró a su alrededor. Espacioso, sí, pero aquel era SU espacio. Había pasado una semana entera limpiando, eligiendo cada adorno, combinando las servilletas con las cortinas, regalando a Álvaro ese perfume caro con el que soñaba. Se había imaginado una noche a solas, con velas, el resplandor del árbol, música suave, solo ellos dos: el primer fin de año en tres años de matrimonio sin visitas ni compromisos. Ese cuadro perfecto ahora se desmoronaba como un castillo de naipes.
Habíamos quedado en que esta noche sería solo para nosotros recordó, bajando la voz. No me importa que vengan tus hijos. Sabes que siempre los recibo con cariño los fines de semana, pero ¿invitar a Inés a MI mesa? ¿Te das cuenta de la imagen que das?
Estás exagerando intentó zanjar él, levantando la voz con más seguridad de la que sentía. Somos adultos, Marina. Inés es la madre de mis niños, nada más. No seas egoísta justo en Nochevieja. Llegarán dentro de una hora.
Se marchó de la cocina deprisa, como si temiera el estallido de una cazuela detrás de su espalda. Marina quedó allí, de pie junto a la encimera, el pato chisporroteando en el horno y un nudo atravesándole el estómago. “No seas egoísta.” Aquella frase le dolió más que cualquier aullido. Llevaba tres años esforzándose por ser la esposa perfecta. Había montado el hogar para los dos, nunca había puesto pegas a que Álvaro pasara tiempo con los niños, hasta arreglaba los problemas domésticos de Inés, o se ofrecía a cuidar de su gato si hacía falta. ¿Y así le pagaba?
Arrancó a pelar patatas casi a ciegas, como si pudiera pelar también el rencor de dentro. ¿Quizá no fuera para tanto? Quizá Inés sería educada. Después de todo, la Nochevieja es la noche de los buenos deseos.
No hubo milagro. El timbre sonó puntualmente cincuenta minutos después. Marina apenas tuvo tiempo de abandonar la bata y cambiarse por un vestido sencillo, retocarse los labios y sonreír mecánicamente.
Álvaro fue raudo a abrir, radiante como si fueran a televisar la bienvenida. Entraron los niños corriendo: Diego, diez años, y Pablo, siete, sin descalzarse siquiera, dejando huellas húmedas en el parqué claro. Tras ellos, con el porte de un crucero entrando en puerto, apareció Inés.
Lucía un vestido rojo escotado y traía varias bolsas inmensas. Su perfume dulzón, envolvente, desplazó enseguida el olor cítrico de las mandarinas.
¡Ya era hora! proclamó, sacudiendo la nieve de la capa directamente en el felpudo. El tráfico, para volverse loca. ¡Álvaro, ven, coge las bolsas! Hay regalos para los chicos y una botella decente de cava, nada de esas cosas que compras tú de oferta.
Marina salió al recibidor, forzando una sonrisa diplomática.
Buenas noches, Inés. Hola chicos.
Inés le echó un vistazo de arriba abajo, posándose en el vestido elegante de Marina con una mueca apenas disimulada.
Hola, Marina dijo, sin entusiasmo. Uf, aquí está todo cerrado; podrías abrir un poco las ventanas. Y mis zapatillas, Álvaro, ¿dónde están las rosas que dejé la última vez?
Las busco, Inés, no te preocupes contestó Álvaro, ya rebuscando en el armario.
La vena de Marina palpitó. ¿Zapatillas personales para la ex? ¿Y Álvaro sabía dónde estaban?
Después, el salón. Los niños pusieron el televisor a todo volumen y se tiraron en el sofá nuevo, claro, el que Marina cuidaba como oro en paño.
Diego, Pablo, con cuidadopidió, conteniéndose.
Déjales, mujer, son niños le cortó Inés, dejándose caer en el butacón. Álvaro, tráeme agua que tengo la garganta seca.
Durante la siguiente hora, Inés monopolizó la atención. Revisó el árbol de Navidad (“¡Qué decoración más sosa! Antes sí que poníamos adornos divertidos”), criticó la mesa (“Esto parece el Palacio Real de tanto cubierto”) y peleó y mimó a los niños a partes iguales. Álvaro bailaba a su alrededor, servicial, evitando los ojos de Marina.
Marina, muda, puso la mesa sintiéndose camarera en una boda ajena.
¿La ensaladilla lleva mortadela? gritó Inés de pronto. Vaya, pobrecita. Álvaro la prefiere con ternera. Siempre la hacía así, ¿no sabías?
Lleva tres años comiéndola a mi manera y no se ha quejado respondió Marina, apretando el cuenco sobre la bandeja.
Por educación será rió Inés. Qué apañado es tu Álvaro.
Él, mientras tanto, sonreía forzadamente y no la defendía.
El segundo mazazo fue con el pato, que Marina colocó en el centro de la mesa, orgullosa de su costra dorada y su aroma a manzana reineta y ciruelas pasas.
¡Puaj, parece quemado! protestó Pablo, arrugando la nariz. No quiero eso, papá, queremos pizza.
Eso es la piel, no está quemado trató de explicarse Marina.
Ay, los niños eso ni lo prueban despreció Inés, pinchando el muslo con la punta del tenedor. Qué graso, madre mía. ¿Ciruelas con carne? Álvaro, pide una pizza para todos. Yo tampoco me arriesgo, tengo el estómago delicado.
Álvaro la miró. Y, resignado:
¿Lo pido, Marina? Así los niños cenan tranquilos. Tardo nada.
¿Hablas en serio? He estado cuatro horas preparando esto, Álvaro. Veinticuatro horas marinando. Es mi mejor plato.
No te ofendas, mujer. Así hay más variedad. Pato y pizza, mira qué mesa más completa dijo él, mientras marcaba el número de Telepizza.
Marina, plantada junto a la mesa, se sintió una extraña en su propia casa, oyendo a su marido reír con su exmujer mientras elegían pizzas.
¿Te acuerdas de aquel fin de año del 2015 en Mojácar? dijo Inés, llena de champán sin pedir permiso. ¡Tú de Papá Noel, yo de Reina Maga, el tacón de espinas!
¡Menuda risa! se sumó Álvaro, con una cara relajada como hace años. Así acabaron las uvas por el suelo
Los recuerdos salieron a borbotones: primeras vacaciones, el coche nuevo, los primeros pasos de Diego. Ellos reían, miradas cómplices. Marina, ante su mesa puesta, era invisible.
Uno de los niños volcó sin querer una copa de vino tinto: la mancha creció y se impregnó en ese mantel blanco que Marina había planchado con mimo una hora antes.
¡Ay, ahora sí! exclamó Inés. Álvaro, corre, trae sal. ¿Por qué pones bebida donde los críos pueden alcanzar? Marina, ¿te da igual, no? Total, el mantel tampoco vale tanto.
Marina se levantó despacio. No oía más que el murmullo del televisor y el zumbido en las sienes. Álvaro, sumiso, cumplía todas las órdenes de Inés. Ni una mirada, ni una palabra de consuelo para su esposa. Solo urgencia por contentar a los demás.
En ese instante, Marina supo que su vida allí ya no tenía sentido. Ella era la que servía, la que callaba, la que limpiaba las huellas de un pasado al que no pertenecía.
Se fue a la habitación. Allí, entre la sombra y la luz naranja que entraba por la ventana, cogió una mochila y empezó a hacerla con una precisión que jamás se había visto. Vaqueros, jersey, un par de mudas, el neceser, móvil, cargador, DNI. Se puso unos botines, guardó el vestido en la cama, y se miró en el espejo. Vio a una mujer cansada, pero firme.
Cuando salió, sonó el timbre: habían llegado las pizzas.
¡Bien! ¡Ya tenemos cena, papá! gritaron los niños.
Álvaro, paga al repartidor que yo no tengo suelto ordenó Inés.
Marina cruzó el pasillo de puntillas y aprovechó que Álvaro daba la espalda para abrir la puerta y, sin hacer ruido, bajar por el ascensor hasta la calle.
Nevaba despacio. El aire olía a pólvora y alegría. Marina marcó un número en su móvil.
Isabel, ¿estás despierta? susurró.
¿Estás loca? ¡Son las diez en Nochevieja! ¡Julio y yo estamos empezando la fiesta! ¿Qué pasa? Te noto rara.
He dejado a Álvaro. ¿Puedo ir a tu casa?
¡Claro que sí! ¡Julio, saca otro juego de cubiertos, viene Marina! Te pido un taxi.
Cuarenta minutos más tarde, Marina estaba en la cocina de Isabel, al calor de la amistad verdadera y el aroma a canela. Julio se escabulló discretamente dándoles intimidad.
Cuenta dijo Isabel, echándole té con limón. ¿Qué ha hecho el cenutrio?
Marina lo contó todo. El grifo, Inés, la ensaladilla, los recuerdos ajenos, la humillación del pato.
No es que vinieran, Isa, es que él se volvió invisible para mí. Era el criado de su antigua familia. ¿Para qué estoy yo si él nunca los ha soltado?
Típico opinó Isabel. Quiere contentar a todo el mundo y acaba pisoteando lo mejor que tiene. Has hecho bien en irte, Marina. Si no, estaría así toda la vida, dándoles a ellos prioridad y a ti las migas.
El móvil de Marina vibró, por fin. Álvaro, por supuesto. Llamaba, insistía, luego mensajes:
¿Dónde estás? Se enfría la pizza, ¿has salido un momento?
Contesta, Marina. Inés pregunta por ti.
¿Te has enfadado? No hagas el tonto, vuelve YA, que me da vergüenza con Inés.
Marina leyó el último. Me da vergüenza con Inés. Ni una palabra para ella, su mujer. No contestó.
Ni caso le aconsejó Isabel. Que se apañe con su otra familia.
Marina apagó el móvil.
Aquella noche no pidió nada a las campanadas. Brindó con champán, vio La gran familia y, por primera vez en mucho tiempo, se sintió ligera, sin la mochila emocional de los últimos años.
El 1 de enero amaneció frío pero soleado. Marina despertó con aroma a café. Cincuenta llamadas perdidas, veinte mensajes: el tono, de la queja al lamento.
Los niños han roto el jarrón favorito tuyo, perdón.
Inés ha montado un escándalo y dijo que el sofá era durísimo.
Se han ido todos. Esto es un desastre. No sé cómo recoger todo esto.
Marina, mi vida, lo siento. Por favor, vuelve. Soy idiota.
A mediodía llamaron a la puerta. Era Álvaro. Tenía ojeras, la camisa sucia, cara de tragedia y un enorme ramo de rosas.
Isabel abrió la puerta, firme.
¿Vienes a pedir perdón o a buscar pelea?
Necesito hablar con Marina.
Marina salió al recibidor. Al verle tan derrotado, no sintió lástima ni rencor. Solo cansancio.
Marina lo siento suplicó él. Sin ti esto ha sido un infierno. En cuanto te fuiste, todo se torció. Inés exigía, los niños destrozaron la casa Al final discutimos y los eché en mitad de la noche. He sido un cobarde. Tengo tanto miedo de perderlos que acabé perdiéndote a ti.
Marina miró las rosas, con gotas de agua derramándose en el suelo.
No fue solo daño, Álvaro. Me pusiste entre la fregadera y el perchero. Permitiste que mandara en mi casa y me faltara al respeto.
Te juro que nunca más ocurrirá aseguró él. No habrá más llamadas de Inés, solo hablaré con ella por los niños, nada más. No más invitaciones ni favores. Prometido.
Marina sabía que lo decía en serio. Pero, ¿podría olvidar aquel vacío frente a la mesa familiar?
No volveré hoy dijo, por fin. Necesito tiempo. Me quedaré unos días con Isabel. Tú piensa. Pero no en cómo recuperarme, sino en cómo llegaste a despreciar tanto a quien era tu mujer.
Te esperaré lo que haga falta, Marina susurró él. Solo tú eres mi familia.
Dejó el ramo en la mesa y se marchó.
Marina volvió a la cocina. Isabel, sonriente, ya servía el té.
¿Le perdonarás?
No lo sé, Isa. Quizá sí, quizá no. Pero esta vez, si regreso, será en otras condiciones. Nunca más dejaré que me aparten a un rincón.
Se asomó a la ventana. Madrid lucía blanca y limpia, como una hoja de papel sin estrenar. La historia de su vida solo podía escribirla ella, nunca más los fantasmas del pasado.







