Recuerdo que mi madre, María, siempre estaba del lado de mi padrastro, Antonio. Un día ya no soporté más la situación y decidí poner fin a todo aquello.
Durante mucho tiempo viví con mi madre y mi hermana menor, Leocadia. Mi abuela, Doña Carmen, que vivía cerca en Córdoba, nos hacía visitas frecuentes. No guardo recuerdo alguno de mi padre biológico, pero sí del padre de Leocadia, que había sido una presencia puntual en mi infancia.
Al principio Antonio me trataba bien, pero una vez que yo entré en la familia, ambos parecieron olvidar mi existencia. Con frecuencia alzaba la mano contra mí; yo lloraba en silencio pero no quería acusar a mi madre. Todo cambió cuando ella, con sus propios ojos, presenció el modo en que él me agredía.
Se produjo una fuerte discusión entre María y él, y Antonio desapareció de nuestras vidas para siempre. Desde entonces nosotros tres quedamos solos y felices. Doña Carmen solía cuidar de Leocadia cuando necesitábamos ayuda. Cuando terminé el instituto, aunque mi sueño era estudiar en el extranjero, opté por quedarme en Sevilla para no abandonar a mi familia.
Un día mi madre propuso vender nuestro piso y el apartamento de la abuela, y comprar un piso de tres habitaciones en el centro de la ciudad. Con el dinero, unos 85000 euros, adquirimos la vivienda y nos mudamos. Yo tuve mi propio cuarto, Leocadia se quedó en la habitación de la abuela y María ocupó la tercera. Todos estábamos contentos.
En aquel nuevo edificio conocimos al vecino de al lado, Don José, un hombre de la misma edad que mi madre, divorciado y ya cansado de la soledad. Desde entonces empezó a prestar más atención a María, quien volvió a florecer como primavera después del invierno.
Más tarde María invitó a mi tío, Roberto, a vivir con nosotros. Él había decidido alquilar su piso y pensó que sería buena idea compartir techo. Al principio todo parecía ir bien, pero pronto comenzó a insultarnos, sobre todo a mí. Las discusiones se hicieron frecuentes y mi madre, una y otra vez, se puso del lado de Roberto.
Yo me sentía cada vez más incómodo y, finalmente, decidí marcharme a otra ciudad para continuar mis estudios. A María no le importó; al contrario, la veía aliviada porque ya no tenía que elegir entre mí y Roberto. Sin embargo, no me sentí mejor. ¿Cómo puede una madre cambiar a su propio hijo por otro hombre? Esa duda sigue rondando mi memoria como una sombra que se niega a disiparse.







