Mi madre no me devuelve a mi hija —su nieta—. ¿Qué hago?
Últimamente, mi amiga Alba es irreconocible. Parece una sombra de sí misma, apagada, perdida, con una mirada cargada de angustia. Y yo, que la conozco bien, sé el motivo: su propia madre se niega a devolverle a su hija. Sí, suena absurdo, casi inconcebible, pero la realidad duele más que cualquier ficción.
Todo comenzó hace seis años. Alba atravesaba un divorcio brutal. Su marido era un tirano: controlaba cada paso, revisaba su móvil, montaba escenas de celos hasta por sus compañeros de trabajo. Hasta que un día… la golpeó. En ese instante, Alba agarró a su hija, Lucía, de solo dos años, y huyó. Sin dinero, sin plan, pero con el miedo aferrado al pecho.
Regresó a su pueblo natal, cerca de Toledo, donde vivía su madre. Los tiempos eran duros; el dinero no alcanzaba. Así que tomaron una decisión que parecía lógica: Alba se iría a Madrid a trabajar, y Lucía se quedaría temporalmente con su abuela. “Unos meses”, dijeron. Pero los meses se convirtieron en años.
Alba se partió el lomo. Sin descanso, sin vacaciones. Vivía en una habitación alquilada, privándose de todo, pero enviaba religiosamente euros para la comida, la ropa, lo que Lucía necesitara. La visitaba una vez al mes, a veces menos, porque la distancia era larga y el trabajo, agotador.
Seis años después, Lucía tiene ocho, cursa segundo de primaria. Y en todo este tiempo, ha sido criada por su abuela. La niña la quiere —nadie lo discute—. Está acostumbrada a su casa, a su rutina. Pero Alba ha cambiado: tiene un trabajo estable, un sueldo decente, un piso de alquiler y, lo más importante, un hombre a su lado que acepta a Lucía como propia, que quiere ser su padre, formar una familia.
Alba soñaba con el día en que, por fin, recuperaría a su hija. Así se lo prometió a su madre: “En cuanto pueda darle una vida digna, la llevaré conmigo”. Y ese momento llegó. Pero su madre dio un paso atrás.
Primero pidió esperar hasta que Lucía terminara el curso —”No es buen momento para cambiar de colegio”—. Alba aceptó. Pero llegó el verano, y en lugar de preparar maletas, su madre soltó:
“Aquí Lucía está bien, en el campo, con aire puro. En tu piso solo hay contaminación, cemento y un hombre desconocido. No me parece seguro”.
Alba intentó explicar que su pareja era responsable, cariñoso, que las quería a ambas.
“¡Pero ni siquiera estáis casados!”, replicó su madre. “No voy a confiar mi nieta a un desconocido. ¿Y si es como tu ex?”
Cuando Alba insistió con firmeza, su madre se planteó:
“No estoy segura de que seas capaz de darle lo que necesita. Demuéstralo. Entonces… quizá”.
Fue como si el suelo se abriera bajo sus pies. Seis años luchando, ahorrando, negándose todo… solo para que ahora duden de su derecho a ser madre.
Su pareja le dijo sin rodeos:
“Tienes todos los derechos legales. Ve y llévatela. Nadie puede impedírtelo. Ya no eres esa mujer acorralada”.
Pero Alba está desgarrada. No quiere una guerra con su madre. No puede arrancar a Lucía como si fuera un objeto. La niña quiere a su abuela. Y su madre… la salvó cuando más lo necesitaba. ¿No merece paciencia, por eso?
Pero la paciencia se agotó. Y duele elegir entre el corazón y la razón, entre su hija y su madre, entre el pasado y el futuro.
¿Qué harías tú? ¿Escucharías los temores de una abuela protectora? ¿O Alba tiene derecho, al fin, a ser madre cada día, no solo los fines de semana?
Lucía ya no es una niña pequeña. Quizá sueña con que su madre deje de ser una visita para ser parte de su vida. Pero la decisión la tienen los adultos. Y cómo tomarla sin que todo salte por los aires… es algo que Alba aún no sabe.