**Diario de un Hombre**
La tarde de septiembre teñía el cielo de tonos granates mientras mi esposa, Lucía, colocaba las tazas para la merienda en el porche. Desde la cocina llegaban las voces de sus padres, Vicente y Carmen. Él contaba cómo había recogido los últimos tomates del invernadero.
“Carmen, mañana habrá que sacar las zanahorias antes de que lleguen las heladas”, decía Vicente, secándose las manos con un trapo.
Lucía asintió mientras servía el té. Sus padres habían llegado al comienzo del verano y desde entonces ayudaban en todo: Vicente arreglaba la valla y el huerto, Carmen hacía mermelada de grosellas y frambuesas del jardín. La casa respiraba tranquilidad, con el crujir de la madera bajo los pasos y el aroma del pan recién horneado.
Mi cuñado, Jorge, apareció en la puerta, sacudiendo las gotas de lluvia de su chaqueta. Trabajaba como ingeniero en Zaragoza y volvía cada tarde en coche.
“Vicente, ¿qué tal va el tejado del cobertizo?”, preguntó, sentándose a la mesa.
“Habrá que cambiar unas tablas. Las viejas están podridas”, respondió el suegro.
Jorge bebió su té en silencio, apenas asintiendo a los comentarios. Lucía notó su distracción, esa mirada ausente que llevaba días. Cuando sus padres se retiraron, él se quedó frente al televisor, cambiando de canal sin interés.
“¿Pasa algo?”, preguntó Lucía una noche, sentándose a su lado.
“Nada”, respondió él, sin apartar los ojos de la pantalla.
Pero días después, su actitud empeoró. Rechazó bruscamente la ayuda de Vicente para arreglar el garaje. En la cena, apenas hablaba. Carmen preguntó si se encontraba mal, pero Lucía restó importancia.
Hasta que una mañana, cuando sus padres salieron al bosque por setas, Jorge la abordó en la cocina.
“Lucía, tenemos que hablar”.
Ella dejó el plato que lavaba y giró hacia él. Su expresión era fría.
“Mi madre cumple sesenta años. Quiere celebrarlo aquí, con la familia y amigos. Tiene planeado todo: música, comida, invitados”.
Lucía asintió. Su suegra, Marisol, adoraba las fiestas.
“¿Y qué propones?”, preguntó.
Jorge respiró hondo.
“Tus padres tendrán que irse unos días. Una semana, quizá. No habrá espacio para todos, y mi madre quiere reorganizar la casa”.
Lucía se quedó inmóvil.
“¿Irse? ¿Adónde? Esta es su casa, Jorge”.
“¡No para siempre! Pueden quedarse con tu tía o en una pensión. Incluso les pagaría un hotel”.
“¿Echar a mis padres de su propia casa por una fiesta? Mi padre arregló el tejado, el huerto, la valla. Mi madre cocina, limpia ¿Cómo crees que sobreviviríamos sin ellos?”.
Jorge se acercó, irritado.
“Lucía, entiéndelo. Es un día especial. Mi madre lo merece. ¿Qué les cuesta a tus padres irse unos días?”.
“¿Qué les cuesta?”, repitió Lucía, endureciendo la voz. “Vicente trabajó toda su vida como mecánico. Carmen fue enfermera. Jamás nos han pedido nada. Y ahora los llamas una carga”.
“¡No exageres! Solo pido un poco de espacio”.
“Pues que Marisol alquile un salón. Esta casa es mía, y mis padres se quedan”.
El rostro de Jorge enrojeció.
“¡No seas egoísta! Mi madre se merece celebrarlo donde quiera. ¡Tus padres no han logrado nada en la vida! Viven de tu caridad”.
Lucía sintió que el aire le faltaba.
“Repite eso”.
“¡Que mi madre merece una fiesta en su casa, y tus padres pobres pueden largarse mientras tanto!”, gritó él.
El silencio que siguió fue cortante. Lucía, con voz serena, respondió:
“Mis padres se quedan. Si Marisol quiere celebrar, que busque otro sitio”.
Jorge golpeó la mesa. Una taza se hizo añicos.
“¡No lo entiendes! ¡Todo está organizado!”.
“Yo sí entiendo. Entiendo que prefieres humillar a mi familia antes que decirle a tu madre que no”.
Jorge agarró las llaves.
“Pues celebraremos sin ti. Allí, al menos, me respetan”.
La puerta se cerró de un portazo.
Al volver, sus padres traían setas y ramas de olivo. Vicente notó su tensión.
“¿Pasó algo, hija?”.
“Nada, papá”, mintió.
Pero esa noche, en su habitación, lloró. Jorge había elegido: su madre antes que su esposa, una fiesta antes que el respeto.
Al día siguiente, Jorge regresó con Marisol. Ella, con vestido azul y sonrisa forzada, intentó convencerla.
“Lucía, cariño, es un momento único. Tus padres podrían irse unos días Les pagaríamos un hotel”.
Lucía negó con la cabeza.
“Esta es su casa”.
Marisol insistió, Jorge amenazó. Pero Lucía no cedió. Al final, se marcharon furiosos.
Esa noche, la cena en el porche fue tranquila. Vicente habló de recoger manzanas al día siguiente; Carmen, de hacer mermelada. La casa volvió a respirar paz.
Antes de dormir, Lucía recorrió las habitaciones. Todo en orden, como a Carmen le gustaba. En su cuarto, escuchó el viento entre los olivos.
Jorge había tomado su decisión. Ella tomó la suya.
**Lección:** La familia no se negocia. Quien te pida que elijas entre los tuyos y su comodidad, ya te ha dado su respuesta. La dignidad no tiene precio, y un hogar se construye con respeto, no con fiestas.