**Diario Personal**
Ayer todo estalló. “Mi madre merece celebrar su aniversario en la casa de campo, ¡y tus padres pobres que se larguen mientras tanto!”, me soltó Javier de golpe.
La casa, con su techo inclinado y sus ventanas de madera tallada, se alzaba entre viejos manzanos. Me la dejaron mis padres tras la muerte de la abuela. Aquí crecí, y cada rincón guarda recuerdos. Llevaba tres años viviendo aquí con Javier.
El cielo se teñía de rojo al atardecer. En el porche, colocaba las tazas para el té cuando escuché las voces de mis padres. Mi padre, Pedro Martínez, le contaba a mi madre cómo había recogido los últimos tomates del invernadero.
“María, mañana hay que sacar las zanahorias antes de que lleguen las heladas”.
“Claro, Pedro. Oye, Lucía, ¿nos puedes ayudar mañana?”.
Asentí mientras servía el té. Mis padres habían llegado al comienzo del verano y desde entonces ayudaban en todo: mi padre arreglaba la valla, cuidaba la huerta; mi madre hacía mermelada con las grosellas del jardín. La casa se llenó de vida: pasos sobre el suelo de madera, el olor a pan recién hecho, las charlas en la cena.
Javier apareció en la puerta, sacudiéndose las gotas de lluvia de la chaqueta. Trabajaba como ingeniero en la ciudad.
“Pedro, ¿qué tal el tejado del cobertizo?”.
“Habrá que comprar tablas nuevas, las viejas están podridas”.
Javier bebió su té en silencio, apenas asintiendo. Llevaba días distraído, frunciendo el ceño sin motivo. Cuando mis padres se iban a dormir, él se quedaba frente al televisor, cambiando de canal.
“¿Pasa algo?”, le pregunté una noche.
“No, nada”, respondió, sin apartar los ojos de la pantalla.
No insistí. Los hombres a veces se ponen así, sobre todo en otoño. Quizá solo estaba cansado.
Pero unos días después, todo cambió. Cuando mi padre ofreció ayudarle con el garaje, Javier le cortó en seco. En la cena, apenas hablaba.
“¿Estará enfermo?”, preguntó mi madre.
“No, mamá, solo está ocupado”, mentí.
El sábado por la mañana, mientras mis padres salían a buscar setas, Javier me abordó en la cocina.
“Lucía, tenemos que hablar”.
Su tono era firme.
“Mi madre cumple sesenta. Quiere celebrarlo aquí, con la familia. Invitará a primos, amigos… Ya sabes cómo le gusta recibir”.
“Así que… ¿qué propones?”.
“Que tus padres se vayan una semana. No hay espacio para todos, y mi madre quiere decorar a su gusto”.
Me quedé helada.
“¿Que se vayan? ¿Adónde? Esta es su casa”.
“No para siempre, Lucía. Pueden irse a casa de tu tía o a un balneario. Les pagamos el viaje”.
Colgué el paño con calma, pero mis manos temblaban.
“Javier, ¿en serio? ¿Echarlos por una fiesta? Ellos llevan meses ayudándonos”.
Se acercó, irritado.
“¡Es un aniversario importante! Mi madre lo ha planeado todo. ¿Qué les cuesta irse unos días?”.
“¿A mis padres? Son dueños de esta casa tanto como yo. Nadie los echará”.
Su rostro se enrojeció.
“¡No entiendes! Mi madre se lo merece. Trabajó toda su vida. Y tus padres… viven de la caridad”.
El aire se cortó.
“¿Cómo te atreves?”.
“¡Es la verdad! Mi madre merece celebrar aquí, y tus padres pobres que se busquen otro sitio”.
El silencio fue como un cristal roto.
“Mis padres se quedan. Si tu madre quiere fiesta, que alquile un salón”.
Javier golpeó la mesa. Una taza se rompió.
“¡No lo entiendes! ¡Todo está organizado!”.
“Lo único que entiendo es que no respetas a quienes nos han dado todo”.
Se levantó, furioso.
“Pues celebraremos sin ti. Voy a casa de mi madre. Allí sí me valoran”.
La puerta se cerró de un portazo.
Mis padres volvieron al rato, con un cesto de setas.
“¿Dónde está Javier?”, preguntó mi madre.
“Se ha ido. Su madre cumple años, ya sabes”.
Mi padre me miró fijo.
“¿Ha pasado algo, hija?”.
“No, papá. Solo discusiones tontas”.
No quería preocuparlos.
Por la noche, me acosté pensando en sus palabras. Mis padres, humildes pero dignos: él, mecánico toda su vida; ella, enfermera. Nunca pidieron nada. Y ahora Javier los llamaba “pobres”.
Al día siguiente, Javier volvió con su madre. Carmen, vestida de fiesta, sonreía forzadamente.
“Lucía, cariño, hablemos como adultos. Este aniversario es muy especial para mí”.
Le serví té mientras explicaba su plan: treinta invitados, música, cena.
“Necesitamos espacio. Tus padres podrían irse unos días. Les pagamos un balneario”.
Mi padre dejó el periódico.
“¿Un balneario? ¿Para qué?”.
“Papá, no te metas”, dije.
Carmen insistió: “Sería un regalo. Descansarían”.
“Un regalo que nadie les ha pedido”, respondí.
Javier estalló: “¡Eres egoísta!”.
“Egoísta es pedir que echen a mi familia de su casa”.
Carmen suspiró. “Piénsalo, Lucía. No arruines esto”.
“Ya está pensado. Aquí no se echa a nadie”.
Se marcharon enfadados.
Esa noche, cenamos en el porche. Pan recién hecho, embutido casero, patatas de la huerta.
“¿No querrás arreglarlo?”, preguntó mi padre.
“Si me elige a mí, bien. Si elige una fiesta, que no espere que traicione a mi familia”.
Mis padres asintieron.
Al acostarme, respiré hondo. Javier había tomado su decisión. Yo la mía.
Esta casa es refugio de quienes la cuidan. No se vende el respeto por unos canapés.
Mañana habrá manzanas que recolectar, mermelada que hacer. Y mis padres, aquí, donde deben estar.
Al final, hay cosas más importantes que el silencio cómodo. El honor. La lealtad.
Eso no se negocia.