Mi madre me olvidó, y temo por mi hijo

**Diario de un Hombre Desesperado**

Mi vida podría ser feliz. Mi esposa, Lucía, es la mujer con la que siempre soñé: amable, leal, siempre dispuesta a apoyarme. Estamos esperando un hijo, un verdadero milagro, pues los dos ya pasamos los cuarenta. Pero una sombra oscura planea sobre nuestra alegría, y esa sombra tiene nombre: la enfermedad de mi suegra.

A principios de año, los médicos le diagnosticaron alzhéimer. Mi suegra, Carmen Rodríguez, crió a Lucía sola, sin padre, pues él desapareció antes de que mi esposa naciera. No podíamos abandonarla a su suerte. Después de muchas discusiones, decidimos llevarla a nuestro piso en Madrid. Lucía dudaba, pero yo la tranquilicé:

—Hay espacio suficiente, cariño. Es tu madre, además, ya es mayor, ¿qué daño podría hacernos?

Preparamos una habitación cómoda para ella, la llevamos al médico con regularidad y controlamos su medicación. Sin embargo, mi embarazo, que para nosotros fue una bendición, a Carmen no le alegró. Esperábamos que estuviera emocionada por su futura nieta, pues siempre deseó tener descendencia. Pero en vez de felicidad, su comportamiento se volvió cada vez más aterrador.

A veces me mira con ojos vacíos y de repente suelta:

—¿Quién eres tú? ¡Lárgate de mi casa!

Cuando intentamos calmarla, grita con furia:

—¡No me digáis lo que tengo que hacer! ¡Aquí mando yo, vosotros no sois nadie!

Mueve los muebles, esconde las cosas de Lucía y, en ocasiones, me empuja hacia la puerta como si fuera un extraño. Intenté aguantar, pero cuando empezó a exigir que cargara bolsas pesadas o que la ayudara a mover el armario, mi paciencia se agotó. Le expliqué que no podía hacer esfuerzos por el embarazo, pero solo recibía insultos:

—¡Desagradecida! ¡Lo he dado todo por ti y ni siquiera puedes echarme una mano!

Insistía en que estaba esperando un bebé, que debía cuidarme, pero sus ojos seguían vacíos. No lo recuerda. No lo entiende. Por las noches, lloro en silencio, y cada gemido parece herir a mi hijo, que aún no ha nacido.

Lucía también está al límite. Carmen la confunde con personas imaginarias, la llama “María” o “Ana”, o incluso nombres extraños que nunca habíamos oído. Le habla de su infancia como si fuera una desconocida, no su hija. Hace poco, Lucía me confesó, con los dientes apretados:

—No aguanto más. Si sigue así, temo perder el control y hacer algo de lo que me arrepienta.

Yo mismo estoy al borde. Pero lo que más me atormenta es el miedo por nuestro hijo. Estamos en la semana veintidós, y mi mente no deja de imaginar escenarios terribles. ¿Y si Carmen cree que el bebé es de otra persona? ¿Si intenta deshacerse de él? ¿Si lo lleva a un orfanato o lo abandona en la calle? Ni siquiera quiero pensar en qué más se le podría ocurrir. Esos pensamientos me asfixian, me quitan el sueño y envenenan la alegría de ser padre.

Un amigo, al verme así, me sugirió:

—Mándala a una residencia. Allí la cuidarán profesionales, y vosotros podréis respirar tranquilos.

Me estremecí ante esa idea. ¿Cómo podría hacerle eso a Carmen? Dio toda su vida por Lucía, sacrificó todo para que fuera feliz. Abandonarla ahora sería una traición, la peor ingratitud. Pero en el fondo, me pregunto: ¿y si es la única solución? ¿Si será mejor para todos? Para ella, para el niño, para esta familia que se resquebraja día a día.

Me debato entre el deber y el miedo. ¿Qué debo hacer? ¿Llevarla a un centro especializado, donde quizá esté mejor, o seguir viviendo en este infierno, arriesgando la salud de mi hijo y nuestra cordura? No lo sé. Y esa duda me parte el alma en dos.

**Reflexión final:** A veces, el amor duele más cuando no sabes cómo ayudar a quien siempre te ayudó. La vida nos pone ante decisiones imposibles, donde no hay opciones buenas, solo las menos malas.

Rate article
MagistrUm
Mi madre me olvidó, y temo por mi hijo