Mi vida podría ser feliz. Mi marido, Alejandro, es el hombre con el que siempre soñé: bondadoso, leal, siempre dispuesto a apoyarme. Esperamos un hijo, un auténtico milagro, pues ambos ya pasamos los cuarenta. Pero una sombra oscura se cierne sobre nuestra dicha, y esa sombra tiene nombre: la enfermedad de mi madre.
A principios de año, los médicos le diagnosticaron alzhéimer. Mi madre, Valentina Martínez, me crió sola, sin padre, quien desapareció de nuestras vidas antes incluso de que yo naciera. No podía abandonarla a su suerte. Tras largas conversaciones con mi esposo, decidimos llevarla a vivir con nosotros a nuestro piso en Barcelona. Alejandro me dio su apoyo: «Hay espacio suficiente, Lucía. Es tu madre, y además ya es mayor, ¿qué daño nos puede hacer?».
Preparamos para ella un cuarto acogedor, la llevamos regularmente al médico y vigilamos su medicación. Pero mi embarazo, que yo sentí como una bendición, inexplicablemente no la alegró. Esperaba que se emocionara al saber que tendría una nieta, pues siempre anheló que la familia continuara. En lugar de felicidad, su comportamiento se volvió cada vez más inquietante.
A veces, me mira con los ojos vacíos y de pronto suelta: «¿Quién eres tú? ¡Lárgate de mi casa!». Cuando intentamos calmarla, grita: «¡No me digáis lo que tengo que hacer! Aquí mando yo, y vosotros no sois nadie». Reordena los muebles, esconde mis cosas y, en ocasiones, llega a empujarme hacia la puerta como si fuera una desconocida. Lo soporté todo, pero cuando empezó a exigir que cargara bolsas pesadas o ayudara a mover armarios, mi paciencia se agotó. Traté de explicarle que no debía hacer esfuerzos por el embarazo, pero solo recibía insultos: «¡Desagradecida! ¡Lo he dado todo por ti y no eres capaz de echarme una mano!».
Repetía que esperaba un bebé, que debía cuidarme, pero sus ojos seguían ausentes. No lo recuerda. No lo comprende. Esa impotencia me hace llorar de madrugada, y cada sollozo parece resonar como un dolor en mi pequeño, aún por nacer.
Alejandro también está al límite. Ella lo confunde con gente imaginaria: a veces lo llama Sergio, otras Miguel, o nombres que ni siquiera reconocemos. Le habla de mi infancia como si fuera un extraño, no mi esposo. Hace poco, con los dientes apretados, me confesó: «Lucía, no puedo más. Un día voy a perder los nervios y… haré algo terrible». Yo misma estoy desesperada. Pero lo que más me atormenta es el miedo por mi hija. Voy por la semana veintidós, y en mi mente solo hay pesadillas. ¿Y si ella cree que mi bebé es un intruso? ¿Si decide deshacerse de ella? Mandarla a un orfanato, abandonarla en la calle, o peor… Ni siquiera quiero imaginarlo. Esos pensamientos me ahogan, me roban el sueño, envenenan la ilusión de ser madre.
Una amiga, al verme llorar, sugirió: «Llévala a una residencia. Allí tendrá cuidados profesionales, y vosotros respiraréis tranquilos». Me estremecí. ¿Cómo iba a hacerle eso a mi madre? Dedicó su vida entera a mí, renunció a todo para que fuera feliz. Abandonarla ahora sería una traición, la peor ingratitud. Pero en secreto me pregunto: ¿y si es la única solución? ¿Si así todos estaríamos mejor? Ella, mi hija, nuestro matrimonio, que se resquebraja día a día.
Estoy desgarrada entre el deber y el miedo. ¿Qué hacer? Llevarla a un centro especializado, donde quizá esté más segura, o seguir viviendo este infierno, arriesgando la salud de mi niña y mi cordura. No lo sé. Y esa incertidumbre me parte el alma en dos.