Mi madre me ha olvidado, y temo por mi hijo
Mi vida podría ser feliz. Mi marido, Alejandro, es el hombre con el que siempre soñé: bueno, confiable, siempre dispuesto a apoyarme. Esperamos un hijo, y es un milagro, pues ambos ya pasamos de los cuarenta. Pero una nube oscura se cierne sobre nuestra felicidad, y el nombre de esa nube es la enfermedad de mi madre.
A principios de año, los médicos le diagnosticaron algo terrible: alzhéimer. Mi madre, Carmen Martínez, me crió sola, sin mi padre, quien desapareció de nuestras vidas antes de que yo naciera. No podía dejarla a su suerte. Tras muchas conversaciones con mi marido, decidimos llevarla a nuestra casa en Valencia. Alejandro me dio su apoyo:
—Hay espacio suficiente, Lucía. Es tu madre, además ya es mayor, ¿qué daño podría hacernos?
Preparamos una habitación acogedora para mamá, la llevamos regularmente al médico y controlamos su medicación. Pero mi embarazo, que para mí fue una bendición, no la alegró. Esperaba que estuviera emocionada por la llegada de su nieta, pues siempre deseó que la familia continuara. En vez de alegría, su comportamiento se volvió cada vez más aterrador.
A veces me mira con los ojos vacíos y de repente dice:
—¿Quién eres tú? ¡Sal de mi casa!
Cuando intentamos calmarla, empieza a gritar:
—¡No me digáis lo que tengo que hacer! Aquí mando yo, ¡vosotros no sois nadie!
Mueve los muebles, esconde mis cosas y, en ocasiones, llega a empujarme hacia la puerta como si fuera una intrusa. Lo aguanté todo, pero cuando comenzó a exigir que cargara bolsas pesadas o la ayudara a mover el armario, mi paciencia se agotó. Intenté explicarle que no podía hacer esfuerzos por el embarazo, pero solo recibí insultos:
—¡Desagradecida! Lo he dado todo por ti, y ni siquiera me ayudas.
Le repetía que esperaba un hijo, que debía cuidarme, pero sus ojos seguían vacíos. No recuerda. No comprende. Esa impotencia me hace llorar por las noches, y cada sollozo parece dolerle a mi bebé, que aún no ha nacido.
Alejandro también está al límite. Mamá lo confunde con personas imaginarias, lo llama Javier, luego Daniel, y hasta nombres extraños. Le habla de mi infancia como si fuera un desconocido, no mi marido. Hace poco, con los dientes apretados, me confesó:
—Lucía, no puedo más. Un poco más y pierdo los nervios. Me saca de quicio, y temo que algún día no podré contenerme… y haré algo terrible.
Yo misma estoy al borde. Pero lo que más me atormenta es el miedo por mi hijo. Estoy de veintidós semanas, y en mi mente se repiten escenarios de pesadilla. ¿Y si mamá cree que mi bebé es un extraño? ¿Si decide deshacerse de él? ¿Si lo lleva a un orfanato, lo echa a la calle o… ni siquiera quiero imaginar qué más se le podría ocurrir? Estos pensamientos me ahogan, me quitan el sueño y envenenan la alegría de ser madre.
Una amiga, al verme llorar, me propuso:
—Lucía, llévala a una residencia. Allí la cuidarán profesionales, y todos respiraréis tranquilos.
Me estremecí ante sus palabras. ¿Cómo podría hacerle eso a mi madre? Me dedicó su vida, lo sacrificó todo para que yo fuera feliz. Abandonarla ahora sería una traición, una ingratitud imperdonable. Pero en lo más profundo, me pregunto: ¿y si es la única solución? ¿Si será mejor para todos? Para mamá, para el niño, para nuestra familia, que se desmorona.
Me debato entre el deber y el miedo por el futuro. ¿Qué hacer? ¿Llevarla a un centro especializado, donde quizá esté mejor, o seguir viviendo en este infierno, arriesgando la salud de mi hijo y mi cordura? No lo sé. Y esta incertidumbre me parte el corazón en dos.
Al final, la vida nos enseña que a veces el amor duele, y que las decisiones más difíciles son las que verdaderamente nos prueban como personas.