10 de junio de 2025
Hoy vuelvo a abrir el cuaderno de mi infancia para registrar lo que todavía me pesa en el alma. Tenía dieciséis años cuando mi novia, Belen, quedó embarazada. Nos conocimos en el instituto de la zona de Carabanchel y llevábamos un año saliendo. Cuando la noticia cayó sobre nosotros, el miedo nos paralizó y no dijimos nada a nuestros padres.
Mis padres, Javier y Carmen, siempre fueron el espejo de la familia ejemplar. Yo era el único hijo varón, sobresalía en el colegio y ellos soñaban con que yo y Belen accedieramos a la Universidad Complutense para forjar carreras prometedoras. Un hijo en medio, pensaron, rompería esos planes.
Al enterarse de la preñez, mi madre se enfureció. En aquel entonces el aborto todavía era legal en España, pero solo hasta la semana doce de gestación. Mi madre, con la voz quebrada, me obligó a tomar la decisión de interrumpir el embarazo. El procedimiento se realizó en un centro público de la zona, todo salió según lo previsto y Belen se recuperó sin complicaciones aparentes.
Volvimos a nuestra rutina. Terminamos el instituto, ingresamos a la universidad y, al año siguiente, contrajimos matrimonio. Mis padres dejaron de entrometerse y la vida parecía encaminarse. Sin embargo, la felicidad se tornó amarga cuando, dos años después, Belen quedó embarazada de nuevo.
Todo parecía un regalo del cielo, pero en el sexto mes empecé a sangrar profusamente. El niño nació con solo un kilo y quinientos gramos; tres horas después ya no estaba entre nosotros. Los médicos intentaron detener la hemorragia, pero la única salida fue la extirpación total del útero de Belen. Desde entonces, nunca podrá volver a ser madre.
Recuerdo la visita de mi madre al hospital, con los ojos llenos de lágrimas, lamentándose por haberme forzado a abortar años atrás. Sus palabras no aliviaron el vacío que ahora sentimos. No se puede volver atrás ni reparar los errores del pasado; la pérdida se quedó grabada como una cicatriz que no se borra.
Ahora me pregunto si Belen y yo seremos capaces de sostener nuestro matrimonio sin hijos, si podremos encontrar una felicidad que no dependa de la procreación. La ausencia de un hijo ha dejado un hueco que nunca se llenará, pero he aprendido que las decisiones precipitadas, aunque parezcan la solución al momento, pueden arrastrar consecuencias imposibles de reparar.
Lección personal: antes de actuar bajo la presión del miedo, hay que detenerse a pensar en las repercusiones a largo plazo, porque algunas heridas solo el tiempo logra curar, pero nunca desaparecen del todo.







