Desde que tengo memoria, mi madre nunca ha querido trabajar. Para ella, la vida siempre ha sido fácil porque siempre hubo alguien dispuesto a mantenerla. Mientras mi padre estuvo vivo, no tuvo que preocuparse por nada: él se encargaba de las cuentas, del alquiler, de la comida… de todo. Y ella, en teoría, se ocupaba del hogar.
Digo en teoría, porque la verdad es que hacía lo mínimo indispensable para que nadie pudiera decirle que no hacía nada. Su mayor talento siempre ha sido encontrar la forma de evitar cualquier responsabilidad.
Cuando mi padre falleció, su mundo se vino abajo. No porque sintiera una pena desgarradora por su pérdida, no porque lo extrañara de verdad. No. Lo que realmente la aterrorizaba era haber perdido su única fuente de estabilidad económica.
Y en ese momento, decidió que yo debía ser quien la mantuviera de ahora en adelante.
El matrimonio que le aseguró la comodidad
Mi madre se casó cuando tenía solo 19 años. Mi padre tenía seis años más, una carrera universitaria, un trabajo fijo y un salario decente. En otras palabras, era la oportunidad perfecta para alguien que no quería estudiar, ni trabajar, ni preocuparse por su futuro.
Siempre me contaba la historia como si fuera un cuento de hadas.
“Cuando vi a tu padre, lo supe. Mis piernas temblaron, el mundo desapareció, supe que era el hombre de mi vida.”
De niño, le creía.
Hasta que crecí y entendí la realidad. No fue amor. Fue un plan.
Mi madre nunca tuvo la intención de hacer algo con su vida. Su única meta era encontrar a alguien que la mantuviera, y mi padre cayó en la trampa.
No pasó mucho tiempo antes de que quedara embarazada y diera a luz. En ese momento, le dijo a mi padre que quería dedicarse por completo a ser madre. Nada de niñeras, nada de guarderías, nada de ayuda externa. Y mi padre, sintiéndose el gran proveedor, aceptó sin dudarlo.
No fui a la guardería, pero tampoco fui un niño que le diera problemas. Me dejaba en el parque y yo me entretenía solo. En casa, me daba juguetes y podía pasar horas en mi mundo.
Mientras tanto, ella nunca trabajó un solo día en su vida. No estudió, no se capacitó en nada, no intentó aprender una profesión. Era “ama de casa” solo porque no quería hacer otra cosa.
Entonces, mi padre murió y todo cambió
Mi madre se quedó paralizada.
De repente, descubrió que no sabía vivir sin que alguien más se hiciera cargo de todo.
No organizó el funeral, no arregló la documentación, no llamó a los bancos, no hizo absolutamente nada. Solo se quedó en su cama, mirando el techo y repitiendo: “¿Qué voy a hacer ahora? ¿Cómo voy a sobrevivir?”
Al principio, pensé que era el dolor de la pérdida.
Luego comprendí que no era tristeza por la muerte de mi padre. Era pánico porque se había quedado sin su sostén económico.
Mi padre le dejó algunos ahorros, pero era evidente que no durarían mucho tiempo.
Fue entonces cuando mi madre presentó su brillante plan.
Un plan que me habría arruinado la vida
Un día me dijo que debíamos vender nuestro departamento de tres habitaciones y comprar dos más pequeños. Uno para ella y otro para mí.
Pero con una condición: el mío debía alquilarse para que ella pudiera vivir con ese dinero y no tener que trabajar.
Según ella, era la solución ideal.
En la realidad, era un absurdo.
Ni siquiera estaba claro que con la venta de un solo departamento pudiéramos comprar dos. Y aunque fuera posible… ¿por qué tenía que ser yo quien sacrificara mi estabilidad para que mi madre siguiera sin hacer nada?
Mi esposa y yo ya estamos pagando una hipoteca, tenemos nuestras propias responsabilidades. No podemos, ni queremos, mantener a alguien que simplemente no quiere trabajar.
Así que le dije sin rodeos: “Mamá, es hora de que busques trabajo.”
Se enojó, pero al final aceptó. Consiguió empleo en un pequeño supermercado.
El comienzo de la tragedia
Cada vez que hablaba con ella por teléfono, siempre era lo mismo.
“Estoy agotada.”
“Este trabajo es demasiado para mí.”
“Las piernas me duelen, no puedo seguir así.”
Todas las semanas me llamaba llorando, diciendo que no aguantaba más, que su vida era un infierno.
Yo ya sabía que esto no duraría.
Y, efectivamente, no me equivoqué.
Un día de invierno resbaló en la calle y se fracturó la pierna.
Dos meses con una pierna enyesada. Por supuesto, la despidieron. Ya no tenía trabajo. ¿Y quién tuvo que hacerse cargo de sus gastos?
Nosotros.
Pagamos su alquiler, sus facturas, su comida, sus medicamentos. No teníamos alternativa.
Pero en cuanto le quitaron el yeso, comenzaron los nuevos problemas de salud.
Primero, presión arterial alta. Luego, fuertes migrañas. Después, dolores en la espalda, mareos, debilidad constante.
Fue a médicos, se hizo pruebas, análisis… y no encontraron nada grave.
Pero ella actuaba tan bien el papel de víctima indefensa que seguíamos sintiéndonos culpables por siquiera pensar en dejar de ayudarla.
Y así, seguimos enviándole dinero.
Hasta que dije: ¡BASTA!
Este mes tomé una decisión. Pagué sus últimas cuentas, le di 1.000 euros y le dije: “Este es el último dinero que te doy. A partir de ahora, te las arreglas sola.”
Y ahí comenzó el espectáculo.
Llantos. Gritos. Reproches.
“¿Cómo puedes hacerme esto? ¡Soy tu madre!”
“Me debes la vida, todo lo que tienes es gracias a mí.”
“¡Eres un ingrato! ¡Me estás matando de tristeza!”
Pero ¿saben qué? Ya no me importa.
Mi madre está perfectamente sana. Tiene dos brazos, dos piernas. Puede trabajar.
Si no quiere hacerlo, que se consiga un hombre rico que la mantenga.
A sus 55 años todavía se ve bien, tal vez tenga suerte.