**Mi madre finge estar enferma para no trabajar y vive a nuestra costa**
Nunca le dio a mi madre la gana de trabajar. Mientras mi padre vivía, no tenía que preocuparse por nada; él se ocupaba de todo, traía el dinero a casa, y ella se quedaba disfrutando de su papel de ama de casa. Pero ahora, después de su muerte, parece creer que somos mi mujer y yo quienes debemos mantenerla. Y no estamos de acuerdo.
Mi madre se casó muy joven, a los diecinueve años. Mi padre, seis años mayor, ya tenía un título, un trabajo estable y ganaba lo suficiente como para mantener a una familia sin problemas.
Le encantaba contar su historia de amor como si fuera un cuento de hadasel flechazo, esa mirada que lo cambió todo, la certeza de que él era el hombre de su vida.
Yo me lo creí hasta los quince. Entonces entendí la verdad: mi madre nunca quiso estudiar ni tener una carrera. El matrimonio era su solución perfecta, un billete para una vida fácil, sin responsabilidades.
Quedó embarazada rápidamente, me tuvo y decidió que quería cuidarme a tiempo completoni guardería, ni niñera, ni ayuda externa. Mi padre, protector y orgulloso de poder darle esa vida, aceptó sin discutir.
Nunca pisé una guardería, pero no era un niño difícil. Me dejaba en el arenero y jugaba solo. Me daba juguetes y podía pasar horas sin molestarla.
Nunca intentó formarse, aprender algo. Sin título, sin habilidades, ni un solo día de trabajo fuera de casa. Una “ama de casa profesional”, como le gustaba decir con orgullo.
Nunca critiqué su estilo de vida. Si mi padre lo aceptaba, no era mi lugar juzgar.
Pero cuando él murió, todo se derrumbó para ella. No organizó el funeral, no se ocupó de los trámitessolo se quedó en la cama, mirando al techo, repitiendo: “¿Qué voy a hacer ahora? ¿Cómo voy a sobrevivir?”
Al principio, pensé que era el duelo. Pero poco a poco entendí: no era la pérdida de mi padre lo que la destrozaba, sino la seguridad económica.
Mi padre le dejó algunos ahorros, pero era obvio que no durarían para siempre.
Seis meses después, tuvo una “idea brillante”: vender nuestro piso de tres habitaciones y comprar dos más pequeñosuno para ella y otro para mí. Pero quería que el mío se alquilase para vivir de la renta.
En su mente, era la solución perfecta. En la realidad, una ilusión. El dinero de la venta no daba para dos pisos. Y aunque fuese posible¿por qué debía sacrificar mi futuro para que ella siguiera sin hacer nada?
Mi mujer y yo ya pagamos una hipoteca. No podemos mantener a otra persona. Así que fui claro: “Mamá, eres adulta. Es hora de trabajar.”
Protestó, pero a regañadientes encontró trabajo en un supermercado del barrio. Y ahí empezó el drama.
Cada llamada era una queja: “¡Estoy agotada! ¡Me duelen las piernas! ¡No puedo seguir así!”
Todas las semanas lloraba, rogándome ayuda, diciendo que no podía más.
El invierno pasado, tuvo un accidente realresbaló en una placa de hielo y se rompió la pierna. Dos meses con escayola, sin poder moverse. Su jefe, por supuesto, la despidió. ¿Y quién tuvo que hacerse cargo?
Nosotros.
Pagamos su alquiler, la comida, las medicinas. ¿Qué más podíamos hacer?
Pero al recuperarse, de pronto descubrió que tenía otros problemas de salud.
Hipertensión. Migrañas. Dolores de espalda. Vértigos. Cualquier enfermedad que imagines, ella la teníao al menos eso decía.
Los médicos le hicieron pruebas. Nada grave. Pero lo fingía tan bien que seguimos dándole dinero, sintiéndonos culpables por dejarla sola.
Hasta que dije basta.
Este mes llegué al límite. Pagué sus facturas, le di mil euros y le dije: “Es la última vez. A partir de ahora, te las arreglas sola.”
Se echó a llorar, me llamó hijo desagradecido, me acusó de abandonarla.
Pero, sinceramente me da igual. Es una mujer sana. Si no quiere trabajar, que busque un hombre con dinero que la mantenga. A los cincuenta y cinco, aún tiene buen tipo para eso.
Así que dime ¿soy demasiado duro? ¿O al fin tomé la decisión correcta?





