Mi madre anda buscando amor, y yo me ahogo en los cuidados de mis hijos.
Mi madre, Carmen Martínez, parece habernos borrado de su vida, a mis niños y a mí. Yo sola me parto entre dos criaturas que reclaman atención sin cesar, mientras ella, su propia abuela, ni siquiera considera echarnos una mano. Esa pena me carcome por dentro y no sé cómo lidiar con este vacío y este rencor.
¿Por qué actúa así? No logro entenderlo. Nos distanciamos cuando, con dieciocho años, me marché de casa en Sevilla para labrarme un futuro. Desde entonces, nuestras conversaciones se reducen a llamadas esporádicas. Esperaba que el nacimiento de mis hijos nos uniría, pero cada vez que le pido que venga o simplemente que me escuche, corta a los dos minutos: «Carla, lo siento, tengo cosas que hacer». ¿Qué puede ser más importante que la familia? No lo comprendo.
Mamá siempre quiso que fuese independiente. De joven no paraba de repetirme que debía valerme por mí misma. Pero a los dieciocho, al irme de casa, tuve que abrirme camino a mordiscos. Buscar trabajo, alquilar un piso minúsculo, contar cada céntimo… Todo eso recayó sobre mí. Lo logré, pero ¿a qué precio? Ahora que soy madre, solo espero un poco de apoyo. Y no está.
En lugar de eso, su tiempo lo ocupan los hombres. Como una adolescente, sale de citas, busca al «indicado», aunque ya ha pasado los cincuenta. No me molesta que quiera ser feliz, pero cuando eso le absorbe por completo, no puedo callarme. Mis hijos, sus nietos, preguntan por ella. «¿Por qué no viene la abuela?», y yo no tengo respuesta. Siempre hay una excusa: está ocupada, cansada o tiene «un plan con un caballero».
El otro día exploté. Tras otra negativa, la llamé y solté todo lo que llevaba dentro: «¿No te da vergüenza, mamá? A tu edad, deberías estar con tus nietos, no persiguiendo romances». Ella estalló: «Te dediqué mi juventud, trabajé sin descanso, te crié sola. ¡Ahora es mi momento, Carla! Los nietos son tu responsabilidad, no la mía». Sus palabras me dolieron como una bofetada. Sí, hizo mucho por mí, pero ¿es razón para darnos la espalda?
Noto cómo se aleja. En los últimos dos años, apenas nos vemos una vez al mes. Se ha vuelto fría, distante. Hasta su voz perdió el cariño de antes. No le pido que sacrifique su vida por nosotros, pero ¿es tan difícil venir una vez a la semana? Jugar con los niños, dejarme respirar un rato… Temo que pronto dejaremos de ser familia.
¿Cómo hacerle ver que la vida no son solo cenas románticas y pretendientes? ¿Que su sangre, sus nietos, son lo que importa? Estoy harta de pelear, harta de sentirme invisible. A veces pienso: quizás si encuentra a su «príncipe», cuando se canse, se acordará de nosotros. Pero en el fondo, temo que ese «cuando» nunca llegue.
No quiero perderla. Pero ¿cómo mantener un vínculo si ella lo rompe? Me estoy hundiendo, y ni siquiera lo nota. ¿Soy egoísta? ¿O será que ella olvidó lo que es ser madre?