Hace años, mi madre, Carmen Ruiz, pareció borrarnos de su vida a mis hijos y a mí. Me veo sola, luchando por atender a mis dos pequeños que reclaman atención sin cesar, mientras ella, su abuela, ni siquiera considera tendernos una mano. Este dolor me carcome, y no sé cómo lidiar con la soledad y el rencor que me invade.
¿Por qué actúa así? No hallo respuesta. Nos distanciamos cuando, a los dieciocho años, dejé su casa en Valladolid para comenzar mi propia vida. Desde entonces, nuestras conversaciones se redujeron a llamadas esporádicas. Esperaba que el nacimiento de mis hijos nos uniera, pero cada vez que le pido que nos visite o simplemente me escuche, corta al cabo de unos minutos: “Lucía, lo siento, tengo cosas que hacer”. ¿Qué puede ser más importante que la familia? No lo comprendo.
Ella siempre quiso inculcarme independencia. De joven, repetía que debía valerme por mí misma. Pero al marcharme tan pronto, tuve que abrirme paso a codazos: buscar trabajo, alquilar un pequeño piso en Madrid, contar cada céntimo. Lo logré, pero ¿a qué precio? Ahora que soy madre, anhelo un poco de su apoyo, pero no llega.
En cambio, dedica su tiempo a perseguir el amor. Como una chiquilla, sale con distintos hombres, buscando a “su media naranja”, pese rozar ya los sesenta. No me opongo a su felicidad, pero cuando absorbe todo su tiempo, no puedo callar. Mis hijos, sus nietos, añoran a su abuela. Preguntan por qué no viene, y yo no sé qué responder. Siempre tiene excusas: está ocupada, cansada o tiene una “cita interesante”.
Hace poco, perdí la paciencia. Tras otro rechazo a visitarnos, estallé. La llamé y solté todo lo acumulado: “Madre, ¿no te da vergüenza? A tu edad, deberías estar con tus nietos, no correteando por ahí”. Ella ardió: “¡Sacrifiqué mi juventud por ti, trabajando sin descanso, criándote sola! ¡Ahora es mi momento, Lucía! Los nietos son tu responsabilidad, no la mía”. Sus palabras dolieron como una bofetada. Sí, hizo mucho por mí, pero ¿es razón para olvidarnos?
La veo alejarse. En los últimos años, apenas nos vemos una vez al mes. Se ha vuelto fría, como una extraña. Hasta su voz perdió el calor de antes. No le pido que renuncie a su vida, pero ¿es tan difícil venir una vez por semana? ¿Jugar con los niños, darme un respiro? Temo que pronto dejaremos de ser familia.
¿Cómo hacerle entender que la vida no son solo cenas románticas y pretendientes? Que su sangre, sus nietos, son lo que importa. Estoy cansada de discutir, de sentirme invisible. A veces pienso: quizá, si encuentra a su “príncipe”, luego vuelva a nosotros. Pero en el fondo, temo que ese “luego” nunca llegue.
No quiero perderla. Pero, ¿cómo mantener el vínculo si ella lo rechaza? Me ahogo en responsabilidades, y ella ni siquiera parece notarlo. ¿Seré egoísta? ¿O es ella quien olvidó lo que significa ser madre?