«Mi llegada a nuestro piso compartido arruinó la vida de mi hermana: ahora su esposo pide el divorcio y ella me culpa»

Oye, tengo que contarte esta historia loca con mi hermana. Resulta que mi hermana Ana me echa la culpa de que su marido la haya dejado. No, no es que se haya liado conmigo, pero según ella, si yo no me hubiera metido en sus vidas, seguirían siendo felices. Claro, ellos podían vivir cómodos en nuestro piso compartido en Sevilla mientras yo me arruinaba pagando un alquiler en Madrid. Pero yo no iba a renunciar a lo que me pertenecía por derecho.

Las dos heredamos un piso de nuestros padres. Ellos fallecieron cuando ya éramos mayores: yo tenía 20 y Ana, 18. Yo estaba estudiando en Madrid y me quedé allí después de la universidad, mientras que Ana seguía viviendo en la casa familiar en Sevilla.

Siete años estuve en Madrid, pero un día me harté del ajetreo de la gran ciudad y decidí volver. Como trabajo en remoto, no tenía problema. Pero lo que no me esperaba era la bomba que me soltó Ana. La verdad, nunca hemos sido muy unidas, ni siquiera después de perder a nuestros padres. Cada una lo llevó a su manera, hablábamos poco y nada. Pero lo de que se había casado y no me dijo ni una palabra… eso me dolió. Ni una invitación, ni un aviso. ¿Tan poca cosa soy para ella?

Cuando llegué a Sevilla y me instalé en el piso, Ana y su marido, Alejandro, se pusieron hechos unos basiliscos. Esperaban que me echara atrás hasta el último momento, y ni siquieron habían despejado la habitación que era mía, aunque les avisé con un mes de antelación. Llegué de noche y dejamos la reorganización para el día siguiente.

Y así empezó nuestra convivencia a tres. Ana y Alejandro no dejaban de hacer comentarios de que les molestaba mi presencia, pero a ver, que era mi casa también. Yo intentaba pasar desapercibida: nada de música alta, ni invitados, apenas salía de mi cuarto. Pero vivir con ellos era insoportable.

Ana no limpiaba ni por asomo, y Alejandro era aún peor. El baño parecía una pocilga después de que lo usara: ropa por el suelo, salpicaduras por todas partes, y hasta mi toalla, a veces, tirada en cualquier lado. Encima, me robaba la comida. Ella y yo tenemos hábitos distintos: ella compra barato y en cantidad, yo prefiero menos pero de mejor calidad. Pues el muy caradura se zampaba mis yogures bio, y cuando me quejaba, me soltaba: “¿Es que te duele compartir?”

La cocina después de que Ana cocinaba parecía el escenario de una batalla: la placa llena de grasa, el delantal manchado, hasta el suelo perdía. Y los platos podían estar días ahí, hasta que yo, harta de no encontrar nada limpio, los fregaba. Claramente, lo hacían a propósito.

Me cansé pronto y les propuse un calendario de limpieza. Pero Ana se rió en mi cara:

“Si tanto te molesta un plato sucio, lávatelo tú. Total, ya limpias lo tuyo. Tú tienes tiempo de sobra, nosotros trabajamos.”

“Yo también trabajo, solo que desde casa,” le contesté.

“Pues ni se nota. Tú siempre estás más libre.”

Ahí vi que era absurdo discutir. Así que saqué mi vajilla limpia a mi cuarto, me compré una nevera pequeña y le puse cerradura a la puerta. Salía lo justo para evitar que husmearan en mis cosas.

“Ay, señorita, no vayas a olvidarte de poner tu nombre en los platos, no sea que los dejes en la cocina,” se burlaba Ana. “Ale, ¿nos ponemos nosotros también candado? Nunca se sabe quién anda por aquí.”

Las peleas eran el pan de cada día. Lo que más me sacaba de quicio era que ni Ana ni Alejandro querían llegar a un acuerdo. ¡Era mi casa tanto como suya! Y él ni siquiera tenía derechos legales sobre ella. Pero intentaba evitar broncas.

Tras otra discusión por el baño hecho un asco, empecé a hacer las maletas. Y en dos días, me fui.

“Menos platos, más alegría,” me soltó Ana al verme marchar.

Lo que no sabía es que ya había decidido vender mi parte del piso. A las dos semanas, le mandé una carta formal dándole la opción de comprarme mi mitad, avisando que si no, buscaría otro comprador. Me llamó echando chispas:

“¿Estás loca? ¿Para qué vender el piso?”

“Porque vosotros no me dejáis vivir en mi casa. Venderé mi parte, pediré una hipoteca y tú haz lo que te dé la gana.”

“¿Vendérselo a desconocidos? ¡Será un infierno!” gritó.

“Podemos venderlo juntas, sacar más dinero. Las dos nos hipotecamos y cada una se busca su sitio.”

Ana seguía con que la hipoteca no les llegaba y que por qué me metía en su vida. Me harté de explicarle que no podía seguir soportando aquello. ¿Ella quería el piso entero y yo qué, vivir bajo un puente? Ni hablar.

Le di una semana para pensarlo, advirtiéndole que después buscaría compradores. A los dos días, me llamó para decirme que estaba embarazada. La felicité y le pregunté si había decidido algo sobre mi oferta.

“¿No lo entiendes? ¡Estoy embarazada! ¿Qué hipoteca ni qué niño muerto? ¡Con un bebé no podemos vivir con extraños!”

Me reí. Le recordé que la opción de vender el piso completo seguía ahí.

Dos días después, me llamó llorando. Resulta que Alejandro, al enterarse de lo de la hipoteca, dijo que no estaba preparado, hizo las maletas y se fue a casa de su madre. ¿Y lo del embarazo? Pura mentira para darme pena.

Ahora Alejandro quiere el divorcio, y Ana me acusa de haber destrozado su matrimonio. Dicen que antes de que yo volviera, todo era perfecto: su piso, su vida tranquila. Pero no me siento culpable. Ellos hicieron imposible mi estancia. Bloqueé su número—ahora que hable con mi abogado. Hermana, lo que se dice hermana, ya no la tengo.

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