Hoy escribo en mi diario porque ha sucedido algo extraordinario en mi vida. Mi hijo, Ignacio, y su mujer, Clara, llegaron a casa con una pequeña caja de madera antigua. Sin darme apenas tiempo para preguntar, me entregaron unas llaves y, acto seguido, me llevaron al despacho de un notario en el centro de Madrid. Yo estaba tan sorprendido que apenas salía una palabra de mi boca, así que solo pude susurrar:
¿Por qué hacéis esto? ¡No tenéis por qué hacerme semejante regalo! De verdad, no lo necesito.
Papá, es un detalle por tu jubilación. Lo mejor es que puedes alquilarlo y así tienes una ayuda extra me contestó enseguida Ignacio, sonriendo.
La verdad es que todavía no había dado ni mis primeros pasos por el INSS ni había cobrado ni un euro de jubilación. Apenas acababa de dejar mi trabajo como funcionario después de tantos años. Ellos tomaron la decisión sin preguntarme. Al principio me resistí, pero me dijeron, medio en broma y medio en serio, que no querían escuchar mis quejas.
Tengo que confesar que mi relación con Clara, mi nuera, no siempre fue un camino de rosas. A veces todo iba en calma, y de repente, sin saber por qué, estallaba la tormenta en casa. Tanto ella como yo teníamos nuestro carácter, y no era fácil adaptarnos al uno al otro. Aprendimos con mucho esfuerzo a dejar de discutir por tonterías. Pero con los años, doy gracias a Dios, logramos convivir en armonía y paz.
La noticia del regalo corrió pronto por la familia. Mi cuñada, Teresa, la hermana de mi difunta esposa, me llamó enseguida para felicitarme. Aprovechó para echarse flores: ¡Ya sabía yo que mi sobrina política tenía buen fondo! No cualquiera acepta regalarle un piso a los suegros. Luego añadió que ella jamás aceptaría semejante regalo y que lo destinaría directamente a su nieta.
Pasé media noche dándole vueltas a la cabeza si de verdad iba a arreglármelas sólo con mi pensión. Siempre me ha bastado con poco. Por la mañana llamé aparte a mi nieto mayor, Rodrigo, que dentro de poco cumple dieciséis años, para tantearle un poco y ver si le gustaría quedarse con el piso. Con la universidad a la vuelta de la esquina y sus planes de independencia Le dije que quizás le vendría bien tener algo propio, por si quería invitar a alguna amiga.
Yayo, tranquilo. Prefiero esforzarme yo por ganar mi dinero me contestó sin dudar Rodrigo.
Ninguno quiso aceptar el piso, ni mi nuera, ni mi hijo, ni mi nieto.
Entonces recordé lo que le ocurrió a mi hermana mayor, Victoria: su cuñada entregó la casa familiar y al poco tiempo terminó de alquiler en un diminuto estudio, aferrándose a ese cuarto como un náufrago a un tronco. Y que mi tío abuelo Ya no está desde hace quince años, pero sus hijos todavía discuten y se han distanciado por no saber repartirse en paz la herencia.
También no se me olvida aquella historia que oí por la tele, donde una pareja de ancianos dejó su chalé al único hijo, y este acabó desahuciándolos. Luego vendió la casa quedándose con todo el dinero, dejando a los padres en la calle.
Al recordarlo todo, no pude evitar emocionarme. Se me saltaron las lágrimas, quizás de orgullo, quizás por la gratitud hacia mi familia. Después de acudir a la Seguridad Social, comprobé que mi pensión era de dos mil euros, y poco después mi hijo logró alquilar el piso por tres mil cada mes. Fue en ese momento cuando comprendí el verdadero valor de su regalo: era digno de reyes.
Hoy, al cerrar estas líneas, he aprendido que la generosidad de los hijos es un reflejo de las semillas que uno ha sembrado toda la vida. Pero también que hay que saber aceptar con humildad y alegría lo que te ofrece el destino, sin miedo y sin rencillas. Eso, al fin y al cabo, es la mayor riqueza.







