Oye, me muero por contarte esto… Estoy hasta las narices. Harta de los platos sucios, el suelo pegajoso, el olor a comida rancia y esa sensación de vivir en una pensión cutre en vez de en mi propia casa. Y todo por culpa de mi hijo y su “amor del alma”, que lleva dos meses viviendo aquí como en un hotel de cinco estrellas.
Pablo tiene 21 años. Estudia a distancia, volvió hace poco de hacer la mili y ahora trabaja. En teoría, un chico responsable, ¿no? Hasta me sentía orgullosa… hasta que soltó la bomba:
“Mamá, a Laura le es imposible vivir en su casa. Sus padres se pelean, tiran cosas, no la dejan estudiar. Que se quede con nosotros un tiempo, hasta que se calmen. Seremos tranquilos, no habrá líos.”
La pobre me daba pena. Había venido antes—calladita, educada, esos ojitos tímidos. ¿Cómo decirle que no? Además, Pablo tiene su habitación, hay espacio. Pero vaya regalito me cayó.
Las primeras semanas se portaban bien: fregaban, barrían, eran discretos. Hasta hicimos un calendario de limpieza—sábado les tocaba a ellos, miércoles a mí. “Pues mira, qué maduros”, pensé. Y a las tres semanas… el desastre.
Platos con restos secos apilados en el fregadero, pelos y envoltorios por el suelo, el baño lleno de manchas de champú y pelos en el desagüe. Su cuarto parecia una guarida de jabalíes: ropa tirada, migajas por la mesa, la cama siempre hecha un Cristo. Laura pasa el día con mascarilla y el móvil, como si esto fuera un spa, no la casa de otra.
Intenté hablar, pedir, recordar. Siempre lo mismo: “Ahora no podemos, luego lo hacemos”. Y el “luego” duraba semanas. Empecé a ponerles la fregona y el cubo en las manos—sin reproches. Ni así. Una vez derramaron salsa en el mantel… y se piraron. Otra vez tuve que limpiar yo.
Cuando entré en su cuarto y vi el caos, exploté:
“¿De verdad no os da asco vivir así?”
Y Pablo, tan fresco:
“Los genios dominan el caos.”
Pues vaya genios. Yo solo veo a dos vagos que viven como cerdos y esperan que su madre les limpie el culo.
El muy listo prometió ayudar—comprar comida, pagar gastos. En realidad solo pone su parte de la luz. La compra la hace una vez a la semana, pero piden a domicilio casi a diario: sushi, pizza… Hasta me invitan, pero qué más da, si la nevera sigue vacía. Con ese dinero comeríamos toda la semana.
Laura no trabaja, solo estudia. Tiene beca, pero nunca ha puesto ni un euro para la casa. Todo para sus caprichos. Cuando sugerí que colaborasen un poco… risitas y encogimiento de hombros.
Crié a Pablo sola. Su padre nos dejó cuando estaba embarazada. Mis padres me ayudaron, yo me mataba a trabajar, ahorraba cada céntimo. Nunca le reproché nada. Y ahora no quiero hacerlo. Pero ver cómo convierten mi piso en una pocilga… ya no puedo.
Hablé, rogué, insistí. Nada. No cambian. Creen que soy una vieja amargada. Que debería estar agradecida de que me “dejen” vivir aquí.
Dos meses aguantando. Pero ya basta. Voy a soltarlo claro: o ponen orden, o se buscan un piso compartido. A ver si así aprenden lo que es respetar.
Porque estoy harta de ser su asistenta. Quiero vivir en paz, sin estrés, sin platos mugrientos ni calcetines ajenos en la cocina.
Tú qué harías? ¿Meto caña aunque se enfade? ¿O sigo tragando, viendo cómo arruinan la casa que levanté con mis manos?