«Hijo mío, por favor, cuida de tu hermana enferma. ¡No puedes abandonarla!»  susurró la madre, con una voz que le desgarraba el pecho.
«Escúchame, hijo»  respiró apenas audible.
Cada palabra era un sufrimiento. La enfermedad la consumía sin piedad. Yacía en la cama, demacrada, casi transparente. Luciano ya no la reconocía. Antes había sido fuerte, risueña, llena de vida. Ahora
«Luciano, te lo pido, no abandones a Marisol Es frágil. Es diferente, pero es nuestra. Prométemelo» La madre le apretó la mano con fuerza inesperada. Él se preguntó de dónde sacaba tanta fortaleza.
Luciano torció el gesto. Su mirada se deslizó hacia su hermana mayor, Marisol, que jugaba en un rincón de su pequeño piso en Zaragoza. Había cumplido ya los cuarenta, pero aún se entretenía con muñecas, tarareando sin sentido. Sonreía como si no estuviera frente a la muerte de su madre, sino en medio de una fiesta.
Luciano tenía la vida resuelta: una empresa de construcción, un SUV de lujo, una casa grande cerca del Ebro. Pero allí no había lugar para Marisol. Sus hijos le tenían miedo, y su esposa, Lucía, la llamaba «loca». Aunque Marisol era tranquila, juguetona e inocente.
«Bueno ya sabes tengo familia y Marisol es»  balbuceó, intentando soltar su mano del apretón de su madre.
«Hijo, la casa de tu padre es tuya Para Marisol dejé un piso de tres habitaciones. Todo está en regla.»
«¿De dónde sacaste el dinero?»  Luciano y Lucía intercambiaron una mirada de asombro. Sus rostros se iluminaron con avaricia.
«Cuidé a la maestra mayor Le llevaba comida, medicinas Era buena. Nunca pensé que me dejaría su piso. Lo puse a nombre de Marisol, para que tuviera un techo. Pero tú tú vela por ella, por favor Más tarde será para tus hijos. Quién sabe cuánto vivirá»
Esa noche, la madre murió.
Marisol pareció no entender que había quedado huérfana. Luciano la llevó de inmediato a su casa y comenzó a reformar el piso.
«¿Para qué necesita Marisol tanto espacio? Que se quede con nosotros. Podemos alquilarlo.»
Lucía no protestó al principio. Marisol no molestaba: jugaba todo el día, riendo. Pero sus rarezas aterraban a Lucía. «Hoy está tranquila, ¿pero mañana?»
«Ten un poco de paciencia»  le rogó Luciano. Pero, a los seis meses, con ayuda de un notario amigo, transfirió la casa familiar y el piso de su hermana a su nombre. Engañó a Marisol para que firmara papeles sin explicarle.
Entonces comenzó el infierno.
Cuando Luciano estaba en el trabajo, Lucía torturaba a Marisol: la insultaba, la encerraba, a veces le daba comida para gatos. La encontraba llorando, aterrada. Un día, Lucía le pegó. Marisol, horrorizada, se orinó encima.
«¡No solo eres tonta, sino que además te meas encima! ¡Fuera de mi casa!»
Le arrojó sus cosas en una bolsa y la echó a la calle.
«¿Dónde está Marisol?»  preguntó Luciano esa noche, estirándose en la cama.
«¡Se fue!»  gritó Lucía.  «Se orinó y luego se encerró en el dormitorio. Cuando abrí la puerta, salió corriendo con su bolso. ¡No voy a perseguir a una loca!»
Luciano guardó silencio. Luego dijo: «Bueno, si se fue»  y encendió el televisor.  «Por cierto, encontré inquilinos.»
La noche se le hizo eterna. Pensó en Marisol. ¿Dónde estaría? Era como un niño pequeño, indefensa. No pudo dormir hasta el amanecer, soñando con su madre:
«Te lo pedí, hijo»  le dijo desde el ataúd, señalándolo con el dedo.
El sueño lo persiguió durante semanas. No pudo más. A los dos meses, llamó a su madrina, Ana:
«¿Qué, Luciano, te rembuerde la conciencia?»  respondió ella fría.  «Menos mal que pasé por casa de tu madre. Encontré a Marisol asustada, me la llevé conmigo. Yo me ocupo. No necesito su piso. ¡Vive con tu vergüenza!»
«Ay, madrina»  murmuró él, colgando. Se sintió aliviado: Marisol estaba a salvo.
Pero ella murió dos meses después, de la misma enfermedad que su madre. Luciano no fue al entierro  tenía «asuntos urgentes».
Pasaron diez años. Ahora Luciano yacía enfermo, atormentado por dolores y remordimientos. Lucía vivía con otro hombre. Sus hijos apenas lo visitaban, refunfuñando: «Hueles a enfermedad»
Un día, Lucía entró con unos papeles:
«Firma, hay que resolver lo de la empresa.»
Él firmó. Más tarde entendió: era la donación de la casa. Luego de la empresa. Demasiado tarde. Recordó a su madre y a Marisol. Lágrimas rodaron por sus mejillas.
«Perdonadme»  susurró en la soledad que lo devoraba.





