Mi hijo no quiere llevarse a su madre para que viva con él, porque en casa solo hay una señora, y esa soy yo.
¡No puede ser! ¡Es su madre! ¡Puede llevarla a su propia casa! Así opinan los parientes de mi marido. Sé que mis amigas piensan lo mismo, aunque ninguna se atreve a decírmelo a la cara. Todo por la situación con mi suegra.
María del Carmen tiene 83 años y pesa más de cien kilos, además suele enfermarse a menudo.
¿Por qué no os lleváis a María del Carmen a vuestra casa? me preguntó hace unos años una prima. Está bien que la ayudéis a diario, pero ¿y si le pasa algo por la noche? Le cuesta mucho estar sola. Al fin y al cabo, tu Daniel es su único apoyo.
Se da por hecho que la abuela debe ser cuidada por su único hijo, la única nuera y el único nieto. En los últimos cinco años, María del Carmen no ha salido ni una sola vez del piso. Le duelen mucho las piernas y su peso le impide moverse. Todo empezó hace treinta años, cuando mi suegra era aún joven, enérgica, sana y muy dominante.
¿A quién me has traído? protestó la madre de mi entonces novio, Daniel. ¿Por esto he sacrificado toda mi vida por ti?
Tras aquellas palabras, me fui en silencio a la parada del autobús. Por entonces, mi suegra vivía en una urbanización lujosa a las afueras de Madrid, en una casa grande y bonita. Su marido ocupaba un destacado cargo, así que María del Carmen vivió muchos años con holgura, incluso tras quedarse viuda. Aquel día, Daniel me alcanzó y vino conmigo. Tuve suerte con mi marido: sabe escuchar y no obedece ciegamente a su madre. Sin embargo, es respetuoso con sus mayores. Siempre intentaba tranquilizarme y me recordaba que su madre es así por su carácter.
Después de la boda, empezamos a ahorrar para comprar un piso propio. Daniel se marchó a trabajar fuera y estuvo unos seis meses sin volver. En pocos años, logramos comprar una casa y la fuimos renovando poco a poco. No visitábamos muy a menudo a María del Carmen. Ella, entretanto, se las apañó para llenarle la cabeza a Daniel y a todos sus conocidos de mentiras sobre mí: “Mi nuera no le deja ayudar a su madre”. ¿Cómo que no le dejo? Y así, una historia tras otra.
Decidió mudarse a la ciudad, pero el dinero que sacó por la venta de la casa no era suficiente. Nos pidió que aportáramos una parte y nos prometió que el piso quedaría a nombre de nuestro hijo, su nieto. Sin embargo, cuando fuimos al notario, cambió de opinión de repente y dijo que el piso debía estar a su nombre, porque una amiga le había dicho que así las abuelas no se quedaban nunca sin hogar. Luego aseguró que lo dejaría en herencia a quien la cuidara hasta el final. Quería seguir siendo la dueña de la casa. Decía que la íbamos a engañar y la íbamos a dejar sin nada.
Han pasado casi veinte años desde entonces. Todos los empleados de la notaría escucharon sus lamentos, y nosotros nos sentimos terriblemente incómodos. Decidimos dejarlo estar. Se mudó enseguida y ni siquiera permitió que hiciésemos alguna pequeña reforma. Vivió allí apenas un mes antes de empezar a quejarse de que todo estaba viejo, que se caía y se rompía. Me echó la culpa de todo: había buscado mal el piso y, según ella, quería engañarla.
María del Carmen adoraba a los hijos de su prima, pero ignoraba totalmente a su propio nieto. Incluso fingía no recordar la fecha de su cumpleaños. Hace unos años mi suegra enfermó. Engordó tanto que apenas podía moverse por la casa. Yo le llevaba comida sana, recomendada por el médico, pero María del Carmen se enfadaba e insultaba, diciendo que solo su prima la alimentaba bien, que yo la pasaba hambre.
El año pasado, mi marido empezó a insistir en que la trajéramos a casa. Según él, su madre por fin comprendía que tenía que seguir las indicaciones del médico.
Vale acepté. Pero tengo condiciones: la cocina es únicamente para mí, yo decido qué se cocina y se come, y aquí no quiero primas.
Mi suegra se indignó y se negó a venir, porque creía que llegaría y mandaría en nuestra casa. Pero aquí solo puede haber una señora, ¡y esa soy yo! Me tocó visitarla, limpiar, cocinar e incluso quedarme algunas noches. Mientras tanto, su querida prima solo se preocupaba por teléfono.
Mi suegra se quejaba por teléfono de que la tenía a dieta: no le daba dulces ni chorizo. Le pedía a su prima que viniera a traerle pasteles. Pero esta, alegando estar siempre ocupada, aplazaba su visita, aunque vivía tres veces más cerca que yo. Solo venía una vez al mes, y además con comida poco saludable, mientras yo estaba pendiente de ella cada día.
Un día, mi suegra llamó a su prima y se quejó de que le habían desaparecido un collar y una cruz. Dijo que aquel día habíamos ido las dos a verla, pero estaba segura de que había sido yo quien se los había llevado.
Sin decir palabra, dejé el plato en la mesa de mi suegra y le mostré la cadena y la cruz, que se habían caído detrás de la mesilla. Cuando llegué a casa se lo conté todo a mi marido y decidí que no volvería a su piso. Propuse llevarla a una residencia. Daniel aceptó.







