Soy madre de dos hijos ya mayores. El mayor lleva años casado, vive en otra ciudad y viene a verme cada seis meses. En cambio, el pequeño, Javier, ha sido siempre mi apoyo y mi preocupación. Toda la vida he luchado por él: le saqué adelante en la universidad, le ayudé económicamente mientras buscaba su camino y, al fin, me alegré cuando todo empezó a irle bien. A los 27 años, Javier entró en una buena empresa de informática, con un sueldo decente, y como tengo un piso de dos habitaciones, vivíamos en armonía.
Hasta que un día llegó a casa con Laura, su novia. No me pareció mal, al contrario, Laura me cayó bien, era dulce y tranquila. Pero cuando, al cabo de unos meses, me dijo que querían casarse, sentí un pinchazo de inquietud. No es que me opusiera a ella, sino que Javier, en mi opinión, aún no estaba del todo maduro. No estaba acostumbrado a esforzarse por su bienestar, no sabía lidiar con las incomodidades. Siempre había querido que todo le viniera fácil y rápido.
Se casaron. Al principio vivieron de alquiler, y yo no me metí, solo les llevaba comida de vez en cuando y les echaba una mano si me lo pedían. Pero a los seis meses, Javier vino a verme con cara seria:
—Mamá, Laura y yo hablamos… Necesitamos ahorrar más rápido para la entrada de la hipoteca. La mitad del sueldo se nos va en el alquiler. ¿Qué te parece si te mudas un tiempo a la casita del aire, y nosotros nos quedaríamos en tu piso? Tienes todas las comodidades, calefacción, agua corriente. No será para siempre, en cuanto juntemos lo suficiente, vuelves.
Me quedé helada. La casita del aire es pequeña, sin calefacción, con humedades y a casi dos horas de la ciudad. Yo trabajo en un colegio, tendría que madrugar a las cinco para coger el autobús, y en invierno es imposible vivir allí. Pero lo peor fue darme cuenta de que, si cedía, todo saldría mal.
Conozco a mi hijo. Se acostumbra rápido al bienestar. En cuanto se instalara en un piso cómodo y cálido con su mujer, la idea de la hipoteca pasaría a un segundo plano. Aunque prometieran que sería temporal, al final se alargaría. Porque el confort es una trampa. Y si dejaba de esforzarse, de crecer, si se dejaba llevar… ¿quién asumiría las consecuencias?
Yo no quiero vivir en la casita del aire. Y no voy a consentir la pereza de nadie, aunque sea mi hijo querido. Toda la vida he luchado por mi bienestar, nadie me regaló nada. ¿Por qué iba a sacrificar mi salud, mi tiempo y mis fuerzas por la comodidad de otro?
Al día siguiente hablé con Javier. Firme, pero tranquila:
—No. No me voy a mudar. Pero os ayudaré económicamente. Pagaré parte del alquiler para que podáis seguir ahorrando para vuestra casa. Pero de mi piso no me muevo.
Se enfadó. Mucho. Con Laura dejaron de llamar, de venir, de invitarme. Ahora apenas hablamos, y duele. Duele porque no quería esta distancia. Pero sé que hice lo correcto. No le compliqué la vida, sino que no le dejé huir de ella. Y eso es más importante que un sí pasajero.
Algún día entenderá que no le di un no, sino que le protegí. A él, a mí, a nuestro vínculo. El verdadero amor de un padre no es solo ceder. A veces es un “no” firme cuando el hijo quiere tomar el camino fácil.