Soy madre de dos hijos adultos. El mayor está casado desde hace tiempo, vive en otra ciudad y viene a verme cada seis meses. Pero el pequeño, Alejandro, ha sido siempre mi apoyo y mi preocupación. Toda la vida he luchado por él: lo saqué adelante en la universidad, lo ayudé económicamente mientras encontraba su camino, y me alegré cuando por fin las cosas empezaron a irle bien. A los 27 años, Alejandro consiguió un buen trabajo en una empresa de informática, con un sueldo decente, y como tengo un piso de dos habitaciones, vivíamos en armonía.
Hasta que un día llegó a casa con Irene, su novia. No me opuse, al contrario, Irene me pareció simpática y tranquila. Pero cuando a los pocos meses me dijo que planeaban casarse, sentí inquietud. No porque me disgustara ella, sino porque creía que Alejandro aún no había madurado del todo. Nunca había luchado por su comodidad, no sabía soportar incomodidades. Siempre quería que todo fuera fácil y rápido.
Se casaron. Al principio vivieron de alquiler. Yo no me entrometí, solo les llevaba comida de vez en cuando y les ayudaba si me lo pedían. Pero a los seis meses, Alejandro vino a verme con seriedad:
—Mamá, Irene y yo hemos pensado… Necesitamos ahorrar más rápido para la entrada de una hipoteca. La mitad de nuestro sueldo se va en el alquiler. ¿Qué te parece si te mudas un tiempo a la casita del pueblo y nosotros nos instalamos en tu piso? Allí tienes de todo, calefacción, agua corriente… No será por mucho, en cuanto juntemos lo suficiente, vuelves.
Me quedé helada. La casita del pueblo es pequeña, sin calefacción, con humedades y a casi dos horas en coche de la ciudad. Yo trabajo en un colegio, tendría que levantarme a las cinco cada mañana para coger el autobús, y en invierno es invivible. Pero lo peor fue darme cuenta de que, si cedía, nada sería como él prometía.
Conozco a mi hijo. Se acostumbra rápido a lo cómodo. Si se instalaba en un piso cálido con su mujer, la idea de la hipoteca pasaría a un segundo plano. Aunque jurara que sería temporal, la realidad se alargaría. Porque la comodidad es una trampa. Y si dejaba de esforzarse, de crecer, si se dejaba llevar… ¿quién cargaría después con las consecuencias?
No quiero vivir en el pueblo. Y no pienso fomentar la pereza de nadie, aunque sea mi hijo. Yo he luchado siempre por lo mío, nadie me regaló nada. ¿Por qué ahora tendría que sacrificar mi salud, mi tiempo y mi bienestar por la comodidad ajena?
Al día siguiente hablé con Alejandro. Le dije con firmeza y calma:
—No. No me voy a mudar. Pero os ayudaré económicamente. Pagaré parte del alquiler para que podáis seguir ahorrando. Pero de mi piso no salgo.
Se molestó. Mucho. Con Irene dejaron de llamar, de venir, de invitarme. Ahora apenas hablamos, y duele. Duele porque no quería esta distancia. Pero sé que hice lo correcto. No le hice la vida más difícil, sino que no le dejé escapar de ella. Y eso es más importante que un sí momentáneo.
Algún día entenderá que no le negué ayuda, sino que le protejí. A él, a mí, a nuestro vínculo. El amor verdadero de un padre no siempre es ceder. A veces es un “no” rotundo cuando el hijo quiere tomar el camino fácil.