Nunca pensé que mi vejez tendría aroma a lejía y puré frío.
Soñaba con mis setenta años pintándome los labios de carmín, bailando sevillanas los domingos en la Plaza Mayor, coqueteando con los viudos del casino y tomando chocolate con churros mientras debatíamos sobre toros o fútbol.
Pero no.
La vida me depositó en una residencia llamada “Atardeceres Dorados”, que suena bonito pero tiene más cerrojos que la cárcel de Carabanchel.  
Mi hijo me dejó un jueves, justo después de la merienda.
Mamá, aquí estarás mejor dijo con esa voz de cordero degollado que usa cuando va a cometer una canallada. Tendrás compañía, cuidados médicos, talleres de manualidades…
Ah, estupendo contesté. Pues tráeme también tu nómina, ya que estamos, y me compro un apartamento en la playa.
No replicó. Me dio un beso fugaz, de esos que das cuando quieres escapar antes de que te remuerda la conciencia, y se marchó.
Me quedé contemplando el techo color hueso, con ese tufo a amoníaco que se te clava en los huesos, pensando que si eso era “lo mejor para mí”, yo quería lo peor.  
Los primeros meses fueron un calvario. No pegaba ojo: mi compañera Adela roncaba como un motor diésel, y la otra, Rosario, escondía las dentaduras postizas “para ver quién las reclama”, como si fuera un concurso televisivo.
Pero me acostumbré. A los ancianos nos infravaloran, y no saben lo maleables que somos cuando no hay remedio.
Hago gimnasia suave (aunque parezco un espantapájaros desvencijado), juego a la lotería cuatro veces por semana y, de paso, me hice confidente de un caballero encantador, don Jacinto, que me pide en matrimonio cada tarde.
Señora, usted y yo haríamos buena pareja me dice ofreciéndome un clavel de papel.
Por supuesto, Jacinto, pero antes apréndete mi nombre de pila le replico yo.
Él se ríe. Yo también. En el fondo, me divierto más de lo que esperaba.  
Hasta que un sábado, mi hijo apareció sin avisar. Llevaba esa sonrisa pícara que conozco desde que robaba magdalenas de la alacena.
¡Maaaamááá! arrastraba las palabras como cuando quería la paga extra.
Habla claro, ¿qué has estropeado ahora? pregunté, apretando los brazos sobre el pecho.
Nada, es que… me caso con Lucía.  
Lo miré con escepticismo.
¿En serio? ¡Vaya noticia! No sabía que existiera alma tan caritativa.
Él rió nervioso. Yo no.
Bueno, mamá, como las bodas son caras… pensé que podrías echarme un cable.
¿Un cable? ¡Si me recluiste aquí porque decías que tu piso era minúsculo! ¿Y ahora quieres que te pague el ágape?
Puso cara de galgo apaleado. Yo puse la de quien ya ha visto demasiados galgos y conoce sus mañas.  
A ver si lo entiendo continué. Me abandonas entre abuelas que se pelean por el mando de la tele, pero esperas que financie tu banquete de bogavante.
No será bogavante, será un menú tradicional.
Tradicional mi suegra. ¿Por qué no os casáis aquí? Mis amigas de la lotería pueden ser damas de honor y don Jacinto oficiará de cura. ¡Hasta sabe decir “hasta que la muerte os separe”!  
Se puso colorado como un pimiento de Gernika.
Mamá, hablo en serio.
Yo también dije. Y si quieren celebración, hagan una cena compartida: que cada uno traiga su tortilla y santas pascuas.  
Se llevó las manos a la sien.
No puedo creer que no quieras apoyarme.
Ay, cielo respondí. Ya apoyé bastante: te parí, te limpié el culete, te consolé cuando tu primer amor te dejó por el panadero, y hasta avalé tu hipoteca. Mi contrato de banco materno caducó.  
Calló. La auxiliar que pasaba por el pasillo me hizo un gesto de complicidad. Creo que todas las abuelas del ala oeste me hubieran vitoreado.
Al final, no le di euros. Pero sí algo más valioso: una lección que vale más que una transferencia.
Escúchame, hijo. Para casarse solo se necesitan tres cosas: amor, respeto y ganas de remar juntos. Lo demás el vestido, el catering, las fotos se paga a plazos. Y esos plazos no los voy a firmar yo.  
Resopló, me besó la mejilla y se fue cabizbajo.
Yo me quedé mirando por la ventana del salón común, con una sonrisa pícara. Porque entendí que aún tengo algo que regalarle: no dinero, sino criterio.  
Esa noche, don Jacinto renovó su propuesta.
¿Qué me dice, señora? ¿Nos unimos en sagrado matrimonio y brindamos con vino de la casa?
Solo si juras no quedarte dormido durante el “sí quiero” respondí.  
Reímos como críos.
Y mientras la residencia se sumía en su silencio habitual, entre olores a potaje y a recuerdos, pensé que quizás este lugar no es tan malo. Sigo siendo necesaria, sigo aconsejando, sigo respirando.
Y cuando llegue el día de la boda de mi hijo si me invita, claro, iré vestida de lunares, con mi bastón de caña más reluciente, y bailaré una rumba con las vecinas del tercer piso.
Porque, aunque me dejara entre estas paredes, aún poseo algo que él no tiene: sabiduría… y mucha sal gallega.







