Mi hijo me abandonó en una residencia de ancianos… y ahora me pide dinero para su boda

Nunca pensé que mi vejez oliera a lejía y puré frío.
Yo soñaba con llegar a los setenta con los labios pintados de carmín, bailando sevillanas los domingos en la plaza Mayor, coqueteando con los veteranos del casino y tomando café con churros mientras discutíamos de toros o de la liga.
Pero no.
La vida me dejó en una residencia llamada “Atardeceres Dorados”, que suena bonito pero tiene más pasillos vacíos que un museo a las tres de la tarde.

Mi hijo me trajo un miércoles, justo después de la siesta.
Mamá, aquí estarás mejor me dijo con esa voz de cordero degollado que usa cuando va a hacer algo ruin. Tendrás compañía, médicos, talleres de manualidades
Ah, estupendo le contesté. Entonces déjame también la cartilla del banco, así me compro un viaje a las Canarias de lo más recreativo.
No respondió. Me dio un beso fugaz, de esos que das cuando quieres escapar antes de que te saquen los colores, y se fue.
Me quedé mirando al techo, con ese olor a desinfectante que se te pega como lágrima de suegra, pensando que si esto era “lo mejor para mí”, prefería el infierno.

Los primeros días fueron un suplicio. No podía dormir: mi compañera Carmen ronca como si tuviera un tren de mercancías en la garganta; y la otra, Rosario, esconde las zapatillas de todos “para ver quién las reclama”, como si fuera un concurso de tele.
Pero me acostumbré. A los viejos nos toman por tontos, y no saben lo que aguantamos cuando no hay remedio.
Hago gimnasia de mantenimiento (aunque parezco un espantapájaros en plena tormenta), juego al dominó los viernes y, de paso, me hice amiga de un señor muy salado, don Manuel, que me pide en matrimonio cada tarde.
Señora, usted y yo haríamos buena pareja me dice con un clavel de plástico en la mano.
Claro, Manuel, pero primero acuérdate de mi nombre le respondo yo.
Él se ríe. Yo también. La verdad, no me va tan mal como creía.

Hasta que un sábado, mi hijo apareció sin avisar. Llevaba esa sonrisa de niño que quiere chuches, la misma de cuando tenía seis años.
¡Maaamáaa! dijo, alargando las sílabas como si aún llevara pantalones cortos.
Dimelo ya, ¿qué has roto ahora? pregunté, cruzando los brazos.
Nada, mamá. Es que me caso.

Lo miré con el ceño fruncido.
¿En serio? ¡Vaya novedad! No sabía que había alguien tan temerario.
Se rió, nervioso. Yo no.
Bueno, mamá, como las bodas son caras pensé si me podrías echar un cable.
¿Un cable? ¡Si me metiste aquí porque decías que tu piso era pequeño! ¿Y ahora quieres que te pague el menú?
Me puso cara de perro apaleado. Yo le devolví la mirada de madre que ya ha visto demasiados perros y sabe que siempre se mean en la alfombra nueva.

A ver si lo pillo seguí. Me plantas aquí, entre abuelos que se pelean por la tele, y ahora quieres mi dinero para comer jamón de bellota en tu banquete.
No es jamón, mamá, es un salón de lujo.
Lujo el mío. ¿Por qué no os casáis aquí? Mis amigas del dominó pueden ser damas de honor y don Manuel oficia la ceremonia. ¡Hasta sabe decir “hasta que la muerte os separe”!

Se puso rojo como un pimiento de Padrón.
Mamá, hablo en serio.
Yo también le dije. Y si queréis fiesta, hacedla de traje corto: cada uno lleva su tortilla y todos contentos.

Se agarró la cabeza.
No puedo creer que no me ayudes.
Ay, hijo mío le respondí. Ya he ayudado bastante: te parí, te limpié el culo, te consolé cuando te dejó tu primer amor, y hasta firmé el préstamo de tu moto. Mi contrato de madre bancaria caducó.

Se quedó callado. La cuidadora, que pasaba por allí, me hizo un guiño. Creo que todas las abuelas de la residencia me hubieran tirado arroz.

Al final, no le di dinero. Pero le di algo mejor: un consejo, de los que valen más que un talón.
Escúchame, niño. Para casarse hacen falta tres cosas: amor, paciencia y ganas de aguantarse. Lo demás el salón, el vestido, el fotógrafo se paga a plazos. Y esos plazos no los voy a pagar yo.

Suspiró, me dio un beso en la mejilla y se fue cabizbajo.
Yo me quedé mirando por la ventana del comedor, con una sonrisa. Porque entendí que aún tengo algo que darle: no dinero, sino sabiduría.

Esa noche, don Manuel volvió a pedirme matrimonio.
¿Qué dice, reina? ¿Nos casamos y hacemos la fiesta con batuta de orquesta?
Solo si juras no quedarte dormido en la mesa le contesté.

Nos reímos los dos.

Y mientras la residencia se iba durmiendo, con su olor a potaje y a recuerdos, pensé que quizás no estoy tan mal aquí. Sigo siendo útil, sigo enseñando, sigo viva.
Y cuando llegue el día de la boda de mi hijo si me invita, claro, pienso ir vestida de lunares, con el bastón más reluciente del lugar, y brindar con mis amigas del dominó.
Porque, aunque me haya dejado en este sitio, aún tengo algo que él no tiene: experiencia y mala leche.

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MagistrUm
Mi hijo me abandonó en una residencia de ancianos… y ahora me pide dinero para su boda