Mi hijo me abandonó en una residencia de ancianos… y ahora me pide dinero para su boda

**14 de octubre, Madrid**

Nunca pensé que mi vejez sabría a sopa fría y a pisos recién fregados.
Soñaba con mis setenta años pintando los labios de carmín, bailando sevillanas en la plaza Mayor, coqueteando con los viejos del casino y tomando café con churros mientras discutíamos de toros o de política.
Pero no.
La vida me colocó en una residencia llamada “Atardecer Dorado”, que suena bonito pero tiene más puertas con llave que un convento.

Mi hijo me dejó un miércoles, justo después de la siesta.
Mamá, aquí estarás mejor dijo con esa voz de cordero degollado que usa cuando sabe que hace mal. Tendrás compañía, médicos, talleres de manualidades
Ah, estupendo le contesté. Pues tráeme también tu nómina, así me compro un viaje a las Bahamas con actividades recreativas.
No contestó. Me dio un beso fugaz, de esos que das cuando quieres escapar antes de que te recuerden lo egoísta que eres, y se marchó.
Me quedé mirando el techo, blanco como un hospital, respirando ese olor a lejía que se pega a la ropa, pensando que si esto era “lo mejor”, prefiero el infierno.

Los primeros días fueron un suplicio. No dormía: mi compañera, Rosario, ronca como un motor diésel; y la otra, Carmen, esconde los zapatos de todos “para ver si alguien los echa de menos”, como si esto fuera un juego macabro.
Pero me acostumbré. A los viejos nos creen frágiles, pero somos más duros que el pan de ayer.
Hago gimnasia suave (aunque parezco un muñeco de trapo), juego a la lotería dos veces por semana y, de paso, me hice amiga de don Antonio, un señor encantador que me pide en matrimonio cada tarde.
Señora, juntos haríamos una buena pareja me dice con un clavel de papel en la mano.
Claro, Antonio, pero primero apréndete mi nombre le respondo.
Él se ríe. Yo también. La verdad, no me va tan mal.

Hasta que un domingo, mi hijo apareció de improvisto. Llevaba esa sonrisa de niño pillado que conozco desde que tenía seis años: la de “mamá, necesito algo”.
¡Mamááá! arrastró las palabras como cuando quería una bicicleta nueva.
Dime, ¿qué has roto ahora? pregunté, cruzando los brazos.
Nada, es que me caso.

Lo miré con escepticismo.
¿En serio? ¡Vaya novedad! No sabía que existiera alguien tan temerario.
Se rió, nervioso. Yo no.
Bueno, mamá, como las bodas son caras pensé que podrías echarme un cable.
¿Un cable? ¡Si me metiste aquí porque decías que no cabía en tu pisito! ¿Y ahora quieres que te pague el menú?
Puso cara de perro apaleado. Yo le devolví la mirada de quien ha criado tres generaciones y sabe cuándo le toman el pelo.

A ver si lo entiendo seguí. Me abandonas entre abuelos que discuten por la tele, y ahora quieres mi dinero para servir jamón ibérico en tu banquete.
No es jamón, es un salón en La Moraleja.
La Moraleja, qué fuerte. ¿Por qué no os casáis aquí? Mis amigas de la lotería pueden ser damas de honor, y don Antonio oficia de cura. ¡Hasta sabe decir “que Dios os bendiga”!

Se puso colorado como un pimiento.
Mamá, hablo en serio.
Yo también dije. Y si queréis fiesta, hacedla potluck: que cada uno traiga su tupper y todos contentos.

Se llevó las manos a la cabeza.
No puedo creer que no quieras ayudarme.
Ay, cariño suspiré. Ya ayudé bastante: te parí, te limpié el culo, te consolé cuando tu novia del instituto te dejó, y hasta firmé tu hipoteca. Mi contrato de madre bancaria caducó.

Se quedó mudo. La auxiliar, que pasaba por ahí, me hizo un guiño. Creo que todas las abuelas de la residencia me hubieran vitoreado.

Al final, no le di dinero. Pero sí algo mejor: un consejo, de esos que valen más que una cuenta corriente.
Escucha, hijo. Para casarse solo hacen falta tres cosas: amor, paciencia y ganas de aguantarse. Lo demás el banquete, el vestido, los centros de mesa se paga a plazos. Y esos plazos no los firmo yo.

Suspiró, me dio un beso en la frente y se fue cabizbajo.
Yo me quedé mirando por la ventana, sonriendo. Porque entendí que aún tengo algo que darle: no dinero, sino sabiduría.

Esa noche, don Antonio volvió a pedirme mano.
¿Qué dice, vecina? ¿Nos casamos y celebramos con croquetas del comedor?
Solo si prometes no roncar en la luna de miel le dije.

Reímos los dos.

Y mientras la residencia se dormía, entre olores a cocido y a recuerdos, pensé que quizás no estoy tan mal aquí. Sigo siendo útil, sigo enseñando, sigo viva.
Y cuando llegue el día de la boda de mi hijo si me invita, claro, iré vestida de rojo, con el bastón más reluciente del lugar, y brindaré con mis amigas de la lotería.
Porque, aunque me dejara aquí, aún tengo algo que él no tiene: experiencia y dos cojones.

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MagistrUm
Mi hijo me abandonó en una residencia de ancianos… y ahora me pide dinero para su boda