Mi hijo ha sido mi amigo y mi apoyo toda la vida, pero después de su boda, nos convertimos en extraños.
Siempre fue mi compañero, mi alegría. Un chico de oro: educado, amable, dispuesto a ayudar. Así creció y así siguió hasta que apareció ella: Marisol.
Antes, éramos inseparables. Nos veíamos a menudo, charlábamos horas de cualquier tontería, compartíamos penas y alegrías. Todo cambió cuando se casó. Sus suegros les regalaron un piso recién reformado en pleno centro de Madrid. Nunca me invitaron, pero mi hijo, Adrián, me enseñó fotos en el móvil: paredes claras, muebles nuevos, un hogar acogedor. Tras la muerte de mi marido, no me quedaba mucho, así que les di casi todas mis joyascollares, anillos, pendientes acumulados con los años. Incluso le dije a Marisol: *«Si queréis fundirlas, no me importa»*. Quería ayudarles, que empezaran con buen pie.
Pero Marisol Ay, Marisol. Desde el principio mostró su verdadero carácterafilado como una navaja. Noté cómo abría los sobres de la boda, calculando cuánto dinero había en cada uno. Lo que podía ser virtud (una esposa ahorradora) también era señal de alerta. Las mujeres de hoy ven a sus maridos como carteras con patas. Gastan, se aburren, se divorcian y se llevan la mitad. No deseo eso para Adrián, pero la preocupación me carcome.
Seis meses después, Marisol anunció que no quería hijos. *«¿En este piso? Imposible. No voy a pedir una hipoteca, y Adrián no es director todavía»*. Hablaba como si reflexionara, pero se le notaba el cálculo. Yo vivo en la casa que mi difunto marido empezó a construir. Quedó a mediashuecos en las paredes, frío en invierno. Con mi pensión, apenas llego. Entonces, Marisol soltó: *«Véndela, cómprate un estudio y danos el resto para un piso más grande. Luego hablamos de niños»*.
¿Lo pilláis? Quiere que yo, vieja y cansada, me meta en un zulo mientras ellos se quedan con lo mejor. Y luego, quién sabe, quizá me manden a una residencia. Al principio, hasta lo considerési me ayudaran con un dinerito al mes. Pero ahora ¡ni loca! Con alguien como Marisol, hay que ir con mil ojos.
Adrián vino un par de veces. Insinuó que su idea no era tan mala: *«Mamá, ¿para qué quieres una casa tan grande? Un piso es más cómodo»*. Me mantuve firme: *«En unos años, esta zona valdrá el triple. Vender ahora sería de tontos»*. Un día propuse un trueque: ellos se mudaban a mi casa, y yo a su piso. Total, lo mismo, ¿no? Pero Marisol dijo que no. No le gustaba que la casa necesitara reformasdemasiado trabajo para ella, mientras yo viviría cómoda. Quiere lujo, aunque mi oferta fuera mejor. Así es ella.
Luego, enfermé. De gravedad: fiebre, tos, dolor de cabeza. Llamé a Adrián, suplicando que viniera con comida y medicinas. Sabía que están ocupados, pero ni para hervir agua tenía fuerza. Antes, habría venido corriendo. Esta vez, apareció al día siguiente. Me dejó un sobre de Frenadol, una caja de aspirinas seguramente caducada, y se fue con un *«cuídate»*. Por suerte, una amiga me rescatóllegó con caldo, pastillas, todo. ¿Y si no hubiera estado? ¿Qué habría sido de mí?
Adrián fue mi luz. Confiaba en él ciegamentemás que un hijo, un amigo. Pero el matrimonio lo borró todo. Ahora somos extraños. Él es mi único hijo, mi amor y, sin embargo, su corazón ya no está conmigo. Eligió a Marisol. Ella se puso entre nosotros como un muro, y yo me quedé al otro ladosola, olvidada. La razón me dice que el vínculo se rompió. Que ha elegido. Y sé qué escogió. Pero el corazón, tonto, sigue esperando que recuerde lo que fui para él. Aunque cada día, esa esperanza se desvanece como el azúcar en el café.