Mi hijo fue mi compañero y sostén toda la vida. Pero tras su boda, nos convertimos en extraños.
Nunca imaginé que mi propio hijo pudiera transformarse tanto por influencia ajena. Mi único vástago, Alejandro, siempre fue un chico ejemplar: educado, bondadoso, dispuesto a ayudar. Así creció y así se mantuvo hasta la adultez. Hasta que contrajo matrimonio, éramos inseparables: compartíamos horas de charlas, confidencias y apoyo mutuo, siempre con respeto a su independencia. Todo se derrumbó cuando apareció ella: Lucía.
En la boda, los padres de Lucía les regalaron un piso recién reformado en el centro de Valencia. Jamás pisé su hogar, pero Alejandro me enseñó fotos: paredes claras, muebles modernos, un nido acogedor. Tras la muerte de mi marido, sin ahorros, les entregué casi todas mis joyas —collares, anillos, pendientes acumulados durante años—. Le dije a Lucía: «Si quieres fundirlas, no me opongo». Quise apoyarles en su inicio.
Pero Lucía… Desde el principio mostró su carácter: afilado como navaja. Observé cómo escrutaba los sobres con dinero de los invitados, calculando mentalmente cada euro. Algo me alertó. Esa ambición podía ser útil para administrar un hogar, pero también exigía cautela. Hoy muchas ven al marido como cuenta bancaria, gastan sin medida y luego exigen la mitad al divorciarse. No deseo eso para Alejandro, aunque la inquietud me carcome.
Seis meses después, Lucía anunció que posponían los hijos: «Imposible en este pisito. No queremos hipotecas y Alejandro aún no asciende en su trabajo». Hablaba con razón aparente, pero percibí doblez en sus palabras. Yo vivo en la casa inconclusa que empezó mi difunto esposo: paredes sin aislar, ventanas que silban en invierno. La calefacción consume mi exigua pensión. Entonces ella propuso: «Vende esto, cómprate un estudio y danos el resto para un piso mayor. Así valoraremos tener familia».
¿Entienden? Quiere encerrarme en una jaula mientras ellos amplían su patrimonio. Después, quizás, reclamarían hasta ese estudio para enviarme a una residencia. Al principio consideré aceptar… si me ayudasen económicamente. ¡Jamás ahora! Con alguien como Lucía, la vigilancia es obligatoria.
Alejandro vino después, insinuando que la idea tenía lógica: «¿Para qué tanto espacio? Un piso sería más práctico». Me mantuve firme: «Valencia crece, este terreno valdrá el triple en una década. Vender ahora es necedad». Una vez sugerí intercambiar viviendas: ellos reformarían la casa y yo ocuparía su piso. Lucía se negó: le disgustaba invertir esfuerzos mientras yo disfrutaba comodidades gratis. Ella busca facilidades, no oportunidades.
Luego enfermé gravemente: fiebre, tos seca, migrañas insoportables. Llamé a Alejandro, supliqué que trajera comida y medicinas. Antes habría acudido al instante. Esta vez apareció al día siguiente. Me preparó un Frenadol, dejó aspirinas sueltas —caducadas, sospecho— y se marchó con un encogimiento de hombros. Gracias a una vecina que me llevó caldo y fármacos, sobreviví. ¿Y sin ella? ¿Qué habría sido de mí?
Mi hijo fue mi luz durante décadas. Confiaba en él ciegamente: no solo era mi sangre, sino mi aliado. La boda lo borró. Ahora somos extraños. Él es mi único hijo, mi amor eterno, pero su corazón ya no está aquí. Lucía erigió un muro entre nosotros. Quedé al otro lado: abandonada, innecesaria. La razón entiende que todo terminó. Llegó su hora de elegir entre madre o esposa. La decisión es clara. El corazón, obstinado, aún anhela que recuerde lo que fuimos. Pero cada día esa esperanza se desvanece, como nieve al sol.