Mi hijo alquiló nuestro piso sin avisarnos siquiera. Le dimos todo y nos quedamos sin nada.
Mi marido, Javier, y yo nos casamos a los veintitrés años, justo cuando descubrimos que esperábamos un hijo. Por suerte, ambos acabábamos de terminar la carrera de Magisterio. Nuestras familias no tenían un duro, ni contactos influyentes ni ahorros. Desde el primer día tuvimos que sudar la gota gorda para salir adelante.
Casi no disfruté de la baja maternal. No tuve leche —quizá por el estrés o por comer mal—, así que pasamos pronto a la leche de fórmula. A los once meses lo metimos en la guardería, donde le enseñaron a usar la cuchara, el orinal y a dormirse sin arrullos. Javier y yo nos volcamos en el trabajo: primero alquilamos un piso, luego nos mudamos a una residencia universitaria, después ahorramos para un estudio y, con los años, compramos un piso de dos habitaciones en un barrio decente.
Hace unos años adquirimos una parcela en la sierra de Madrid. Javier se puso manos a la obra y construyó una casita de madera: dos habitaciones, una pequeña sauna y hasta una chimenea. Llevamos nuestros muebles, plantamos un huerto… Todo parecía encarrilado. Con cuarenta y seis años recién cumplidos, la vida aún nos sonreía.
Pero entonces nuestro hijo, Álvaro, decidió casarse a los veintitrés. Su novia, Rocío, venía de familia adinerada. Ambos terminaron Derecho juntos. Sus padres tenían de todo: chalé de tres plantas, coches de lujo, negocios… Rocío, como era de esperar, quería boda en un hotel elegante, limusina, luna de miel en Bali y… un piso propio.
Javier y yo siempre nos sentimos culpables por Álvaro. Pasó su infancia en guarderías, colegios y actividades extraescolares porque nosotros no levantábamos cabeza del trabajo. Intentamos compensarlo con regalos: juguetes, ropa, viajes, clases particulares. Por su mayoría de edad, le dimos un coche viejo pero fiable. Pagamos su matrícula en la universidad. Y, claro, tampoco pudimos negarnos ahora. Gastamos todos nuestros ahorros en la boda y… le cedimos nuestro piso, mudándonos a la casita de la sierra.
Los padres de Rocío optaron por otra estrategia: invirtieron en su hija. Abrigo de visón, joyas de oro, muebles de diseño. Álvaro, al principio agradecido, empezó a cambiar. Primero llamaba cada dos semanas, luego una vez al mes. Al final, desapareció del mapa.
Un día, en el mercado, nos topamos con una vecina antigua, que soltó como si nada:
—¿No sabíais que alquilan vuestro piso? Álvaro y Rocío viven con sus padres. Dicen que es más cómodo.
A Javier se le cayó el alma a los pies. Casi se desmaya. Llamamos a Álvaro al instante. Su respuesta fue gélida:
—Me disteis el piso. A mi mujer no le gusta vuestra “casa de pueblo”, y alquilar por nuestra parte es caro. Que los inquilinos paguen.
Cuando tratamos de hablar de confianza y decencia, gritó:
—¡Siempre he sido un pobre! ¡Los demás tienen padres normales, y yo os tengo a vosotros! ¡Profesores que solo saben dar lecciones de moral! ¡Estoy harto de que mi suegro me mire con lástima porque mis padres son unos funcionarios!
Tras esa conversación, decidimos actuar. No demandamos; solo fuimos al piso, hablamos con los inquilinos y les explicamos la situación. Afortunadamente, fueron comprensivos y en un mes se marcharon.
Volvimos a nuestro hogar. Con Álvaro no hay contacto. Javier lo lleva mal, y yo tampoco estoy mucho mejor. Sí, le dimos todo sin condiciones, por amor. Y nos quedamos con las manos vacías y el corazón roto.
Quizá, con el tiempo, lo entienda. O quizá no. Pero de una cosa estoy segura: nunca des todo por alguien que no sabe valorarlo.