Mi hija y mi yerno me dejaron a los nietos durante todas las vacaciones. Y yo, con mi pensión, tengo que alimentarlos y entretenerlos.
Los niños y nietos de hoy son unos egoístas solo exigen atención, cariño y tiempo, y a cambio no dan más que indiferencia y quejas. ¿Qué clase de actitud consumista es esta hacia los mayores? Como si nosotros, los mayores, no tuviéramos vida propia ni deseos, como si solo existiéramos para cuidar a los nietos como si fuéramos criadas. Pero en cuanto yo pido ayuda, todos están ocupadísimos, como si fuera una desconocida.
Mi hija tiene dos hijos el mayor tiene 12 años, el pequeño 4. Vivo en un pueblecito cerca de Toledo, y lo único que tengo es mi humilde pensión y la tranquilidad que tanto valoro. No sé cómo los crían mi hija y su marido, ni qué pasa en el colegio, pero esos niños son unos vagos de cuidado. No recogen ni sus calcetines, ni hacen la cama todo parece el escenario de una batalla campal. Y con la comida igual ponen morritos a mis guisos y solo quieren basura. ¡Es un castigo divino!
Cuando los nietos eran bebés, ayudaba a mi hija con todo los cuidaba, los mimaba, iba corriendo a comprar pañales. Pero desde que me jubilé hace cinco años, intenté dejar de ser la niñera eterna. Este año, antes de las vacaciones de otoño, respiré aliviada: miré el calendario y vi que en noviembre no había puentes. Pensé: “Bueno, al menos mi hija no se irá de viaje, y podré disfrutar de paz”. ¡Qué ilusa fui!
El domingo, justo antes de que empezara la última semana de octubre, llamaron a mi puerta. Abro, y ahí está mi hija, Lucía, con los dos niños. Sin saludar siquiera, me suelta:
Mamá, ¡hola! Ahí te dejo a los niños, que empiezan las vacaciones.
Me quedé de piedra.
Lucía, ¿por qué no me avisaste? ¿Qué sorpresa es esta?
Si te aviso, te inventas mil excusas para no quedarte con ellos contestó, quitándoles las chaquetas a los críos. Antonio y yo nos vamos a un balneario una semana, que no puedo más, estoy agotada.
Espera, ¿y el trabajo? ¡Este año no hay días extra! intenté razonar, sintiendo cómo me invadía el pánico.
Tenemos días de vacaciones, Antonio ha pedido tres días sin sueldo. ¡Mamá, no hay tiempo, que perdemos el tren! dijo, me dio un beso en la mejilla y salió disparada, dejándome con dos maletas y los niños.
En menos de cinco minutos, la casa parecía el metro a hora punta. La tele a todo volumen, chaquetas y zapatos por el pasillo, y los niños corriendo como locos. Intenté poner orden, que al menos recogieran la ropa, pero me ignoraron como si fuera invisible. Se negaron a comer mi cocido, torcieron el morro y dijeron que su madre les había prometido pizza. Ahí se me acabó la paciencia.
Agarré el móvil y llamé a Lucía:
Hija, ¡tus niños me piden pizza! ¡No pienso comprársela!
Ya la he pedido por internet me cortó, claramente molesta. Mamá, no van a comer tu potaje, siempre hay bronca por eso. Llévalos a algún sitio, que se diviertan, que coman algo decente. ¡Tú misma te quejas de que en casa te agotan!
¿Y con qué dinero los saco? ¿Con mi pensión? protesté, sintiendo cómo me subía la sangre a la cara.
¿Y en qué más lo gastas? ¡Son tus nietos, no unos extraños! ¡No me creo que digas eso! bufó y colgó.
Y así me quedé, sola con este desastre. Toda la vida he trabajado como una mula por mi única hija dos trabajos, ahorrando cada céntimo para que no le faltara nada. Y ahora, en mis años dorados, este es mi agradecimiento. Me tiemblan las manos de rabia, de impotencia, de esta injusticia.
Quiero a mis nietos, los quiero con toda mi alma. Pero ellos se cansan de mí, y yo de ellos la diferencia de edad es enorme, ya no tengo energía para correr detrás de ellos todo el día. Pero mi hija cree que soy la asistenta gratis, que mi pensión y mi tiempo le pertenecen a ella y a sus hijos. Para ellos son derechos, para mí solo obligaciones. ¡Egoístas, unos egoístas de tomo y lomo! Y ahora, mientras miro este caos y escucho sus gritos, me pregunto: ¿de verdad es esto lo que me espera en la vejez? ¿De verdad me merezco solo esto?






