Ahora mi hija tiene 38 años, no tiene familia ni marido, pero quiere tener un hijo. El tiempo no vuelve, pero se puede empezar a valorar la vida aquí y ahora.
El mes pasado, mi hija y yo fuimos a la boda de mi sobrina en uno de esos acogedores restaurantes de Sevilla. La fiesta fue espléndida: todo milimétricamente planeado, la novia brillaba de felicidad y los invitados se sumergían en un mar de amor. Después del banquete, mi hija, Lucía, se quedó a dormir en mi casa—vivimos en ciudades distintas. Por la mañana, la encontré junto a la ventana: sentada, con la mirada perdida y las lágrimas resbalando por sus mejillas. Mi niña estaba llorando, y el corazón se me encogió de dolor.
Corrí hacia ella: «Lucita, ¿qué te pasa? ¡Si ayer todo era tan bonito!». Me miró con esos ojos llenos de melancolía y susurró: «Sí, la boda fue preciosa. Yo nunca tuve una boda así. Y nunca la tendré. Cuando me casé, no hubo vestido, ni fiesta…». Su voz temblaba, y de repente recordé aquel día en que Lucía dio el sí quiero. Fue como un puñetazo en el estómago.
Hace diez años, le rogué que organizara una celebración de verdad. Quería que mi única hija deslumbrara con su vestido blanco, que luciera peinado, manicura y maquillaje profesional. Estaba dispuesta a pagarlo todo—desde el banquete hasta el fotógrafo. «Lucía, ¡es tu gran día!», le insistía. Pero ella me rechazaba diciendo que las bodas eran cosa del pasado. Me llevé un disgusto cuando apareció en el registro civil con unos vaqueros y una camiseta. Ni flores, ni sonrisas—solo firmar y largarse. Su boda fue tan fría como un día de lluvia en enero.
Así fue siempre Lucía. En el instituto, mientras los compañeros se probaban trajes y vestidos para la graduación, ella apareció en pantalones cortos, recogió su diploma y se marchó a casa sin más. Ni bailes, ni recuerdos. Su matrimonio fue igual—frío como un invierno sin sol. Ni hablar de hijos, aunque su marido, Javier, soñaba con ser padre. Lo normal es hablar de esas cosas antes de casarse, pero Lucía, joven y ambiciosa, creía que los niños podían esperar. Quería vivir para ella, avanzar en su carrera, disfrutar de su libertad. A los cuatro años, Javier no aguantó más—se fue porque quería ser padre.
Se divorciaron. Javier volvió a casarse, y ahora tiene tres hijos, mientras Lucía sigue sola. Sale con hombres, pero siempre repite: «No necesito a nadie». Pero yo veo la soledad en sus ojos. Siempre fue orgullosa e independiente, pero ahora esa independencia se ha convertido en un vacío. Y ahí, sentada junto a mi ventana, me confesó de repente: «Mamá, me arrepiento de no haber tenido un hijo. Tengo 38 años y no tengo nada». Sus palabras me partieron el alma.
Ahora Lucía sueña con ser madre. Dice que, cuando yo no esté, tendrá a alguien por quien vivir. Pero me da miedo por ella. Un hijo es una responsabilidad enorme, y Lucía apenas llega a fin de mes. Trabaja hasta el agotamiento, pero el dinero nunca le alcanza. No puedo ayudarla económicamente, y eso me destroza. La abrazo, la consuelo, pero en sus ojos solo veo una tristeza infinita. Perdió tanto: una boda, una familia, recuerdos cálidos. Y ahora ese vacío la ahoga.
Pero sigo creyendo que Lucía tiene una oportunidad. Solo tiene 38 años—la vida no ha terminado. Si quiere, encontrará amor, se casará, tendrá un hijo. Lo importante es no mirar atrás con arrepentimiento. El tiempo no vuelve, pero se puede aprender a valorar lo que hay aquí y ahora. Rezo para que mi niña encuentre la felicidad, para que sus ojos vuelvan a brillar. Pero, por ahora, solo veo sus lágrimas, y eso me rompe el corazón.