**Diario personal**
Hoy mi hija cumple 38 años. No tiene familia, ni marido, pero sueña con un hijo. El tiempo no vuelve, pero aún se puede aprender a valorar la vida aquí y ahora.
El mes pasado, mi hija y yo asistimos a la boda de mi sobrina en un acogedor restaurante de Valencia. La celebración fue impecable: cada detalle cuidado, la novia radiante de felicidad, los invitados sumergidos en un ambiente de amor. Después, mi hija, Lucía, se quedó a dormir en mi casa—vivimos en ciudades distintas. A la mañana siguiente, la encontré junto a la ventana, mirando al vacío con las mejillas empapadas de lágrimas. Mi niña lloraba, y el corazón se me encogió.
Corrí hacia ella: «Luci, ¿qué te pasa? ¡Ayer todo parecía ir bien!». Me miró con ojos llenos de angustia y susurró: «Sí, la boda fue preciosa. Yo nunca tuve una boda así… Y ya no la tendré. Cuando me casé, no hubo vestido, ni fiesta…». Su voz tembló, y de pronto recordé aquel día en que Lucía contrajo matrimonio. Fue como un puñal en el pecho.
Hace diez años, le supliqué que organizara una celebración digna. Quería que mi única hija brillara con un vestido blanco, con el pelo impecable, las uñas arregladas y un maquillaje profesional. Estaba dispuesta a pagarlo todo—el banquete, el fotógrafo. «Lucía, ¡es tu día!», le decía. Pero ella lo rechazaba, argumentando que las bodas eran cosa del pasado. Me horrorizó verla llegar al registro civil con vaqueros y una camiseta. Ni flores, ni sonrisas—solo una firma y adiós. Su boda fue fría como una lluvia de noviembre.
Así ha sido siempre. En el instituto, mientras sus compañeros elegían trajes y vestidos para la graduación, ella apareció en pantalones cortos, recogió su diploma y se marchó. Ni baile, ni recuerdos. Su matrimonio fue igual—vacío. Ni hablar de hijos, aunque su marido, Javier, soñaba con una familia. Normalmente, esos temas se hablan antes de casarse, pero Lucía, joven y ambiciosa, creía que los niños podían esperar. Quería vivir para sí misma, hacer carrera, disfrutar de su libertad. Tras cuatro años, Javier no aguantó más—se fue porque quería ser padre.
Se divorciaron. Él volvió a casarse, y ahora tiene tres hijos. Lucía se quedó sola. Sale con hombres, pero siempre repite: «No necesito a nadie». Pero yo la veo, y sé que está vacía. Siempre fue así—orgullosamente independiente, pero ahora esa independencia es soledad. Y aquella mañana, frente a la ventana, me confesó: «Mamá, me arrepiento de no haber tenido un hijo. Tengo 38 años y no tengo nada». Sus palabras me partieron el alma.
Ahora Lucía anhela un bebé. Dice que, cuando yo no esté, tendrá a alguien por quien vivir. Pero temo por ella. Un hijo es una responsabilidad enorme, y Lucía apenas llega a fin de mes. Trabaja sin descanso, pero el dinero nunca alcanza. No puedo ayudarla económicamente, y eso me destroza. La abrazo, la consuelo, pero en sus ojos solo veo una tristeza infinita. Perdió tantas cosas: la boda, la familia, los momentos cálidos. Y ahora ese vacío la ahoga.
Aún así, sigo creyendo que tiene una oportunidad. Solo tiene 38 años—la vida no ha terminado. Si lo desea, encontrará amor, se casará, tendrá un hijo. Lo importante es no mirar atrás con remordimientos. El tiempo no se recupera, pero se puede aprender a valorar lo que se tiene aquí y ahora. Rezo para que mi niña encuentre la felicidad, para que sus ojos vuelvan a brillar. Pero por ahora, solo veo sus lágrimas, y se me rompe el corazón.